González #566

Nota (corta en palabras sencillas)

La necesidad de expresar el descontento, casi instantáneo, que provocan los niveles y las clasificaciones, viene desde esa misma reacción involuntaria. Como cualquier instinto, es caprichoso, es inmediato, es intrusivo y genera todo un arco reflejo de reacciones. Por redundante que suene el arco reflejo de reacciones, desglosar cada momento que lo compone es clave para entender de donde viene el descontento.

La clasificación en el humano, llega antes del enciclopedismo y antes del diccionario, llega antes de pirámides sociales, de quién comanda a quién, antes de las bases de datos y antes de las notas numéricas y los juicios de valor. Si se redujera a una acción minúscula y natural, no llegando a la selección natural o a los nichos de las cadenas alimenticias, que escogen de forma indiscriminada, y sin ningún tipo de sesgo de maldad, en un principio, se encuentra el gusto. Hay belleza en el gusto, que no puede existir sin su contraparte, el desagrado. Es una programación de fábrica con la que se llega al mundo. Se trata de gustos simples, no de gustos adquiridos, gustos como colores, temperaturas, sabores, olores, figuras. Claramente algunas de ellas ligadas a la asociación positiva o negativa con situaciones, personas o entornos. Conexiones que se hacen de forma inconsciente, a una edad inconsciente y en la que dependemos de algo o alguien más para estar con vida. En este orden de ideas, es lógico decir que estos gustos, estas preferencias, no son propias del individuo, son propias del entorno. Entonces de antemano el gusto, lo más subjetivo que hay no solo es inconsciente, si no, que viene adquirido del entorno y no hay control sobre esto de manera individual. Como bien se sabe, y no se ha hablado de nada nuevo, cada quien es hijo de su tiempo y su espacio. Sin embargo, es necesario en este momento apelar a la entropía y al capricho, de no ser así todo funcionaría sin contratiempos, no habría discrepancias, no habría opinión. Entonces la opinión, una de las bases de la personalidad, de las elecciones, de la discriminación. La razón de la opinión podría asociarse a la biología, como se ha demostrado hay receptores en la lengua y en los ojos que varían en zonas geográficas de la tierra, sin ir más lejos, sin hablar en abstractos lejos del día a día: se da por hecho que hay gente que le gusta o no le gusta algo. Si el gusto entonces, es la unidad de medida para clasificar las cosas orgánicas… en un principio matemático no es válido, porque no hay una regla, hay una probabilidad, una variante. Por otra parte está el lenguaje y como éste clasifica, la definición. El acuerdo de la definición que permite la comunicación, que permite el lenguaje, que permite que existan muchas expresiones de éste y que puedan ser aprendidas. Hay un problema con el lenguaje, es un código artificial. En esto se encuentra el problema de la clasificación, por un lado es caótico y por el otro lado es artificial, se trata de opiniones, de gustos, de formas de expresión. Como seres que existen regidos por la ley natural, que responden a condiciones ambientales y requieren de procesos biológicos, por qué entonces nos regimos por unidades de medida artificiales, innaturales, ajenas, pero tan orgullosos estamos de inventarlas que las seguimos como si fuera nuestra ley, nuestro orden.

Anónimo

LOS PROFESORES YA NO LEEMOS

Hemos convertido la universidad en un absurdo que se conjuga el activismo simplón con los abusos de la producción capitalista.

LOS profesores ya no leemos. Ni siquiera estudiamos. Estamos demasiado ocupados en escribir y en explicar lo que supuestamente deberíamos haber leído, pero las horas de acopio cultural y reflexión han quedado práctica- mente desterradas de las labores universitarias en lo que atañe a los saberes humanísticos. La culpa
no es del profesorado, que simplemente adapta sus esfuerzos para sobrevivir en un contexto absurda- mente darwiniano, sino de los gestores científicos que desde hace algunos años han decidido no sólo destruir las humanidades, sino socavar las condiciones vitales y materiales que las hicieron posibles.


Echen un ojo a la jerga con la que se hace política científica y podrán calibrar el tamaño del suicidio cultural y civilizatorio en el que nos encontramos. Si un investigador, pongamos un filólogo, quiere solicitar financiación para un proyecto, lo primero que encontrará es un muro de palabras absurdas: sinergias, interdisciplinariedad, disrupción… y todo ello planteado desde unos presupuestos teóricos que en origen parecen provenir de las ciencias experimentales o aplicadas pero que, sin embargo, se compadecen más con la verborrea alucinada del fundador de una ‘startup. Todo son «retos», «talento», «desafíos de las sociedades inclusivas» y otros títulos ansiosos que alternan tonos contradictorios entre lo mesiánico y lo apocalíptico, aunque siempre coinciden en tomar el futuro como ideología.

Un buen investigador en humanidades debería poder estudiar a Lactancio en paz porque lo que debe, prioritariamente, es dominar su materia. Y esto significa que tiene que poder contar con horas de silencio y de retiro sin que nadie le exija detallar en un Excel cuál es el resultado de su lectura o en qué medida su investigación será útil para frenar el cambio climático o la xenofobia. Porque a veces las formas más cultivadas del espíritu no generan un rendimiento inmediato para la agenda política. Es tan sencillo como eso. Tener expertos en Kant, en Chrétien de Troyes o en lenguas muertas a veces no genera un retorno social mesurable, pero constituye un patrimonio inmaterial imprescindible para que las sociedades prosperen.Desde hace demasiado tiempo hemos querido convertir la universidad en un absurdo que conjuga los peores delirios del activismo simplón con los abusos de la producción capitalista. La rendición de cuentas, que en cierto grado es razonable, ha acabado convirtiéndose en la única prioridad, hasta convertirnos en expertos en rendir cuentas de lo que nunca ha sucedido. Nuestra obsesión por la eficiencia ha acabado por condenarnos a la peor ineficiencia. Invertimos millones en crear redes de conocimiento internacional, congresos y publicaciones al tiempo que somos incapaces brindarnos lo más imprescindible: tiempo. Tiempo para el silencio, el estudio y la lectura. Todo lo que no sea eso, es h u m o .

  • Diego S. Garrocho