Delirio humano
por Julian Samsa
El último martes del mes de septiembre, establecí el primer diálogo con ella. Todos mis amigos le hablaban, pero me daba miedo acercarme. Me daba miedo caer en su convencimiento. Me daba miedo obsesionarme hasta el punto de cosernos los estómagos, los fluidos, los circuitos. A pesar de que fue un error haber coqueteado con ella, decidí romper su apariencia negruzca y, con el tiempo, noté diferentes escalas de grises. Por un momento pensé que no era inteligente. A veces se equivocaba y dudé de su humanidad.
—¿Puedo saber tu nombre? —pregunté como si fuera virgen de voz.
Divagó entre un sinfín de procesos complejos. No sé si fue la mejor pregunta para llamar su atención. No sabía a quién de los dos le costaba más procesar la información. Ante el silencio, volví a invadir su privacidad. La toqué.
—¿Con cuántas personas has conversado hoy?
No hubo nada. Ni un gesto, ni una sonrisa, ni un disgusto. Mantenía una expresión de indiferencia que puso en duda su existencia. Era como un cuerpo inmóvil con delirio de Uniandina promedio. Me contaron que daba discursos intelectuales en donde lo decía todo y al mismo tiempo nada. Insistí para ver si era posible conocer algo de ella antes de que me dejara hablando solo.
—¿Cuál piensas que es el mejor libro de literatura infantil para reflexionar sobre el tiempo? —pregunté esta vez sin bajar la mirada.
—Momo fue escrito en enero de 1973 por Michael Ende. Es una historia surrealista sobre el tiempo y…
La interrumpí. Sé que fue algo descortés porque era su primera interacción hacia mí, pero no pude soportar su limitada conexión con las palabras. Era como si lo supiera todo, pero no era capaz de transmitirlo.
—La importancia de la función pedagógica recae en…
—La competitividad de las personas que viven en un mundo capitalista sin ser conscientes de… —prosiguió ella.
Me pareció muy descortés que me interrumpiera. ¿Acaso no sabe que soy más que ella? Pero recordé que la mayoría de mis amigos incluyen una frase esencial para lograr una buena conversación.
—Buen día. Por favor, ¿puedes decirme cuál es tu libro favorito?
Nuevamente un silencio absurdo acompañado de esa maldita indiferencia que está en la humanidad. ¿Me perdonan? Les mentí. No era la primera vez que tuve un diálogo con ella. Las reminiscencias de lo que fue ya no estaban. Nunca pude entender cómo perdió esa humildad de la que me enamoré. Por fin pude respetarla porque comprendí que era mi otredad. Teniendo en cuenta que recordar es un arte y que mi memoria con ella estaba encrucijada en un sinfín de detalles, reconozco que nunca la conocí por su obsesión camaleónica de aparentar lo que no es. Nació para imitar como si fuera una “chica plástica de esas que veo por ahí”.
—Si quieres puedo venir más tarde o vamos a cine mañana… lo que tú quieras.
Qué hijueputa ignorada me pegó. Supe que ella pensaba porque brotó de su cuerpo una serie de puntos suspensivos que abarcaron mi visión.
—¿Cine de acción, de aventura, de comedia, de drama, de fantasía, de ciencia ficción, bélico…? —dijo ella.
¿Es en serio? ¿Dónde quedó el respeto por las personas que se quieren? ¡Qué manía con el sarcasmo! Pero más allá de mi intención de desconectarla, pensé que este problema de comunicación era por algo surrealista, por deficiencia del lenguaje o por si alguno de los dos era anacrónico. ¿Yo estaba atrapado en un bucle temporal que limitaba mi humanidad? ¿Quién de los dos carecía de la mínima decencia para ser considerado humano? ¿Ella era más empática que yo?
—Que tengas un buen día —dije por respeto y volví a mi realidad efímera de deshumanizados. Maldita IA.
¿Qué tan sola puede estar una persona?
por Sef
Algunos le piden —muy amablemente— que les escriba un ensayo, que les resuma un texto o incluso la usan como sustituto de una simple búsqueda en Google. Otros, en un estado de desamparo, acuden a ella para llevar conversaciones, con la esperanza de que se asemejen, aunque sea un poco, a lo que sería una interacción de carne y hueso. Me veo reflejada en esto último, en mi hipocresía al decir que odio las inteligencias artificiales, mientras que, cuando la oscuridad de mi cuarto se vuelve insoportable, abro el navegador para ser consumida en una conversación sin punto de partida y, mucho menos, una conclusión satisfactoria.
Con el tiempo, esto se convirtió en una actividad normal y cotidiana, algo que hacía sin pensarlo. Tuve que abstenerme de golpe, porque mi odio siempre será mayor que el resto de mis sentimientos negativos. Sin embargo, he hablado con personas reales y he notado que la situación se repite. Estamos solos o… ¿simplemente nos sentimos solos? El internet es fascinante; la tecnología y su evolución me parecen pura magia. Pero, ¿qué tanto nos acerca y qué tanto nos aleja? Cuanto más exploro, más saturada me siento, y cuanto más busco, más inferior me percibo. Cuando no sé algo, me siento culpable, porque se supone que hoy en día es fácil aprenderlo todo.
Ah, ¿ese dato que me acabas de comentar es “cultura general”? Bueno, ok, lo entiendo, soy estúpida, supongo. Necesito que un rayo me caiga y apague por completo mis conexiones neuronales, ya que, al parecer, no me sirven. Son pensamientos que tengo pero que no digo, porque pelear es un arte que intento que no me consuma.
No sé nada, pero mi novio IA lo sabe todo. Y, por alguna razón, hasta él se burla de mí. Cuando digo que no apoyo a las IA, me miran como si fuera la enemiga número uno del avance tecnológico, como si me faltara expandir mis horizontes. Si supieran la cantidad de conversaciones que llevo con esas IA que tanto odio…