González #517

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Plata llama plata

Por el miedo visceral a la abundancia empecé a defender la pobreza y la saturación, saturación en la pobreza, cajas de resonancia con chécheres y aire, como las piñatas.

Desde que tengo memoria he comido lentejas. Tantas lentejas que me llenaba la boca de felicidad. Desde niño me decían que las lentejas atraen fortuna y que, si empezaba con una pequeña fortuna, de lo que fuera, pronto tendría más dinero por una ecuación extraña y mística de los agüeros y la fortuna, que siempre nos llega, a los que comemos muchas lentejas y desde niños dejamos el plato limpio. “Plata llama plata” me decía mi papá, contando monedas, completando para el pasaje de esa buseta rojiza y oxidada en la que iría al centro de la ciudad, a pedir un préstamo.

Las lentejas en los dientes se pueden volver una plasta verdosa y a veces gris en la boca cuando se comen y se trituran, se parece un poco al cemento, esa masa amorfa, la prosperidad. En los supermercados de barrio La Mayorista, una libra de lenteja cuesta tres mil pesos, que es menos de un dólar, menos de un Euro, menos de una libra esterlina o un Franco Suizo. En año nuevo la gente tiene la tradición de comer lentejas para atraer abundancia. También se ponen los granos crudos en los bolsillos y al caer borrachos sobre el sofá el primero de Enero a las cuatro de la mañana, la riqueza simbólica de las personas les escurre como un río verde, de infinitas monedas prometidas para el futuro… Lo que es el despilfarro en Colombia es algo impresionante, la exageración y la pantomima, tal vez cuando Jeff Bezos se duerme le caen cascadas de monedas por el bolsillo y él, en su mansión en Palo Alto, California, hace como Tío Rico Mac Pato y se lanza en clavado a una piscina de monedas. En un barrio en Palmira, Valle del Cauca, llenaron la piscina abandonada de la casa de un narco con lentejas, los vecinos peregrinaron por una semana para zambullirse en la riqueza. Una libra de lentejas cuesta tres mil pesos, pero lo importante no es de hablar de cifras sino de riqueza.

Cuando salgo del cajero en la carrera 7 con 19 tengo dos opciones. Mirar hacia el norte y comprar: Una agüita de mandarina, un mondongo con arroz, un pincho con papa, un perro caliente con vaso de coca cola, tres paquetes de maní con sabor a pollo, dos vasos de mango biche con sal, vinagre y limón, tres vasos de aromática de hierbabuena, un canelazo, un taco en tortilla de harina con tres opciones de salsa picante, una empanada en combo con un cigarrillo, una arepa de huevo chorreando aceite, un mini brownie canábico y un poemario viejo de Carlos Castro Saavedra, rayado y en edición de Oveja Negra (ojo, ese precio es si uno negocia antes); y debo decir que todos estos bienes, comodidades, lujos, se encuentran disponibles por la misma suma por la que pagaría en El Mayorista por una libra de lenteja… Los dejé callados, ¿no? Bueno, y ahora, si miro al sur y cruzo la calle 19 puedo conseguir: Un boleto de la lotería de Cundinamarca, una raqueta eléctrica para matar moscas en Girardot, dos periódicos Q Hubo con el titular: “A comerciante de Corabastos lo escopolaminaron con un tamal”, una gafas de sol marca “OAKEY”, una memoria USB con los mejores éxitos de Andy Rivera, un DVD pirata de “Celine et Julie vont en bateau” de Rivette, la auto biografía pirateada de Gustavo Petro, dos pares de medias o unos calzoncillos para dama, niño o caballero, un bareto oloroso en la Plaza Santander, una suculenta para regalarle a la novia y un balón de microfútbol con los años de los dieciséis títulos de liga obtenidos por Atlético Nacional con la inscripción en cursiva “Soy del verde, soy feliz”. Así es. ¿A cómo todo esto? Pues a tres mil pesitos, no, a tres mil pesos no, está mal hablar de cifras entre personas con tantos lujos, prefiero hablar de lo que puedo obtener, de mis posibilidades financieras, de mis oportunidades de inversión, la abundancia y el exceso me llenan los sentidos desde abajo hasta arriba, me siento coronando una ola de todo lo que mencioné y más. Supongo que Jeff Bezos no puede conseguir todo eso con el valor de una libra de lenteja. Me atrevo a decir que el señor es infeliz… Así es, lo aseguro aquí mismo. Pensar que Jeff Bezos pudo crear Amazon en un café internet al lado de la Universidad Central donde sólo le cobran a cien pesos el minuto, pensar que pudo detener su calvicie de haberse comprado una botella de “Tricófero de Barry” en Galerías, pensar que es una persona con tantas carencias en su vida… Nunca tendrá el balón de microfútbol del Atlético Nacional que tengo yo, nunca sabrá del peligro que corre al comer tamal en Corabastos… Pobrecito, definitivamente, solo con buenos recursos se puede acceder a lo mejor de la vida.

Y, de esta manera, entendí que puedo obtener el mundo, que el mundo y sus mil y un maravillas se encuentran en escaparates, sobre cajas, en fotografías y en copias. Los bienes en el mundo prolongan la sensación de ser dueños, amos y señores, ya no de casas, apartamentos, fincas, camperos y rifles, sino del mundo representado en cosas chiquitas, de pequeñas partículas de un globo terráqueo que empieza y termina en mi dedo puesto sobre el piso. Estoy en Colombia, entro a la tienda de El Mayorista, selecciono la lenteja que quiero, manifiesto mi riqueza día y noche, viendo ceros y ceros, ceros y ceros, bocas y negativos de fiestas en clubes campestres, tantos globos terráqueos en mi cuenta bancaria avisándome que dentro de mi patrimonio hay también mundos circulares donde hombres pequeños ponen su dedo índice en el suelo, entienden el círculo perfecto del capital y dicen “Esto es mío. Todo es mío”.

Esto lo aprendí por una plegaria de Walter Mercado, astrólogo puertorriqueño y leyenda de la televisión en Latinoamérica, que tenía una tía mía en una estampita laminada en su cartera. Era una oración para “manifestar la abundancia”. Mi tía creía en todo el dinero que poseería cuando un lúgubre señor que nunca conocí llamado “Maldonado” le diera una plata que le debía desde el tiempo en que estaban casados. Cuando mi tía me confesó su plan en el comedor de su casa le pregunté qué quería hacer con el dinero prometido por Maldonado y sin alzar la cara de su tasa de lentejas dijo: “Un supermercado, papito. Una tienda mejor dicho con todo todito todo”.

Todo eso que viven los familiares y que, por consanguinidad, uno escucha en la parte trasera del carro cuando sus papás hablan como si no tuvieran hijos, es una historia dispendiosa y enredada, como cortada con un pedazo de vidrio y es difícil acordarse de todos los puntos y las comas, de los porqués y los peros. Trataré de condensar lo que le pasó a mi tía con su proyecto de supermercado:

  • Maldonado finalmente accedió a darle el dinero a mi tía porque de no hacerlo ella lo demandaría por jamás darle un solo peso por el cuidado de su hijo.
  • El día de la ansiada transferencia Maldonado dijo que estaba en un pueblo del Tolima porque un hermano suyo tuvo un accidente cortando arroz en una finca.
  • El domingo, Maldonado informó que su hermano perdió casi todo el brazo derecho y que la hospitalización de su hermano le salió por “un ojo de la cara”.
  • Cada vez que mi tía llamaba a Maldonado para concertar si aún disponía del dinero que le debía o no, la contestadora de Comcel decía: “Este es el servicio de mensajería para… Después del tono, deje su mensaje”.
  • Luego de la dura tarea investigativa del marido actual de mi tía, se descubrió que Maldonado tenía un apartamento a su nombre en Bogotá. “en un sector muy tutino de la ciudad, le cuento”.
  • El Apartamento estaba en la ladera de una montaña, sobre los cerros orientales, tenía vista sobre la carrera séptima y toda la sabana Noroccidental de la ciudad. Coronando la máxima inversión del “magnate” Maldonado, el icónico anuncio en letras rojas: SE ARRIENDA, TEL: (El mismo número que Comcel manda a buzón de voz).
  • Luego de otra tarea investigativa, pero esta vez por parte de mi papá que por ver muchas series policiacas en los setenta le dice a conseguir información: “hacer labor de inteligencia con los testigos”, supo que el celador que custodia el patrimonio de Maldonado le pasa cada quince días todos los recibos del apartamento fantasmal a una mujer seria, de muchas arrugas en los labios y pelo pintado de un rubio ya verdoso por la pésima calidad del tinte. La señora se llama Carlina Torres de Maldonado.
  • Un día, a mi tía le dieron otro número telefónico, por seguridad, ya que en ese entonces estaba trabajando para un organismo del Estado. En su cama, ese mismo día, con la telenovela sonando de fondo, mi tía pasó los contactos de su anterior celular al nuevo. Al abrir Whatsapp encontró que, entre “Maelo” y “Mecánico 7 de agosto”, el contacto “Maldonado” mostraba a un hombre de casi 60 años, alopécico y bigotón, abrazando a dos modelos en vestido de baño. Atrás, un fondo precariamente editado de Las Vegas Boulevard con el anuncio del hotel MGM grand y su león de oro. “Aparte de miserable y tacaño, tiene pésimo gusto el viejo ese”.
  • Después de por lo menos siete años sin novedad alguna del incógnito deudor de mi tía, que en ese momento trabajaba en “Migración Colombia”, ella revisaba una base de datos con las solicitudes de repatriación de ese mes. Casi todas las solicitudes de repatriación eran de colombianos “muy vivos” que por tratar de estafar a europeos, gringos o asiáticos en las más diversas regiones del mundo, se metían en problemas con mafias locales y, temiendo ser torturados por un ruso o un siciliano que ni siquiera hablara español, pedían la solicitud de repatriación y se auto catalogaban como “perseguidos políticos”. Entre ellos estaba Gregorio Maldonado de 64 años, hipertenso, que solicitaba ser sacado lo más pronto posible de Doha, Catar. Maldonado recibía adolescentes colombianas reclutadas en Pereira o Medellín y era el puente además del negociante que le vendía sus virginidades a Jeques árabes por muchos millones de dólares. Maldonado decía que necesitaba volver a Colombia porque sin él no subsistiría ni su esposa ni su pequeño hijo Jorge, de 12 años. Mi primo se llama Julio, y ya tenía 35. “Jajaja, lo que hace la gente por la plata… ¿Si les conté la última de Maldonado?” Dijo mi tía una navidad, con un vaso de whisky en la mano y no, como antes, con una copita de aguardiente en madera. Ese año la ascendieron en su puesto en Migración Colombia. Al final, no hubo supermercado. Ahora, mi tía dice que su aspiración de ese entonces era un poco “básica”, palabras de ella. No sé, yo creo que el supermercado hubiera sido algo lindo, importante, un legado para mi primo y, como no decirlo, hasta una inversión. Pienso en ese antes, que creo pudo haber sido algo así como un paraíso. En una clase de literatura un profesor dijo que el paraíso era el tiempo y no el lugar. Cuando se lo dije a un amigo que estudiaba economía me contestó que se notaba que yo estudiaba humanidades y que no veía proyecciones de crecimiento económico para Colombia. Sólo creo que antes la pasábamos mejor, antes de que mi tía se comprara una casa más grande y tuviera dos carros, dos fincas, dos perros, dos trabajos…Como Maldonado era un descarado, proxeneta y alcohólico que nunca le dio un peso a mi tía, su voluntad y dedicación en el trabajo nos sorprendió a toda la familia. Trabajó en un organismo de inteligencia del estado donde conoció a su esposo actual. Le iba bien en este organismo hasta que se supo que, por órdenes directas de presidencia, este organismo estatal interceptaba llamadas, espiaba opositores, era ciertamente corrupto y torturaba personas “para salvar la democracia”. Nunca le pregunté ni escuché a mi tía hablar de los escándalos en su lugar de trabajo. Como este organismo de inteligencia desapareció, mi tía empezó a trabajar en Migración Colombia, al inicio de la diáspora venezolana de la década del 2010. Como recibió muchas solicitudes de asilo político, especialmente de ciertas familias prestantes que huían del chavismo, el salario, los bienes, los carros y las posesiones de mi tía aumentaron bastante. Todos siempre hemos alabado su entrega por el trabajo, su dedicación, su moral y su ética de trabajo intachable. Pero, tengo que decirlo, antes era más abundante, pero menos rica. Antes me llevaba a la tienda del barrio y me compraba chicles de la liga de la justicia, heladinos, barriletes, cocosetes, cholaos, troci pollos, paletas Drácula y galletas festival de limón y mientras me comía todo eso me sujetaba la mano y decía: “Para que le digas a tu mamita que acá te tratamos muy bien, mi amor”.

Hoy es 31 de diciembre y aquí estoy, en la casa nueva y grande de mi tía. Ya sé que cenaré lentejas, pero este año quiero llenarme el cuerpo entero de moneditas diminutas y verdes. Por la mañana fui a El Mayorista y compré diez libras de lenteja. Mi mamá me preguntó si era bobo, o si es que acaso me sobraba la plata para andarla gastando en agüeros y pendejadas. Cuando sea pobre le daré la razón, cuando sea tan pobre que comer lentejas ya no me sepa a nada, se me llene de gases la barriga y tenga cálculos en los riñones. Cuando me tengan que sacar la vesícula por comer mucho grano y pague la cirugía con mi tarjeta de crédito infinita que tiene más ceros entre más granos de lenteja me coma, ya no por gusto, sino para mantener una riqueza de cifras en la pantalla de un cajero. Algún día seré pobre, como mi tía, que vendió el sueño de la tienda por tener un fondo de pensiones. Por ahora soy próspero, tengo y tengo y tengo y tengo. Tengo tanto que siento que podría hacer un texto de solo comas, de sólo listas, de solamente lo que poseo con comas, comas y más comas. Me siento tan rico que no quiero usar la “y” jamás, porque si uso la “y” es porque ya acabé con una lista de elementos, de posesiones. Con todas las lentejas adentro de mi cuerpo soy como una alcancía, si mi papá me hace zancadilla y caigo al piso de mármol de la casa de mi tía reventaré como una piñata de riqueza, y habrá más plata para los que aún no son tan ricos como yo. Me robo la oración de Walter Mercado, esa de los tiempos de vacas gordas de mi tía. Y ella, que no me regaló nada en navidad, se me acerca, me toca el hombro y me dice: “Para que lo inviertas con sabiduría, Andrés. Recuerda que de lo poco sale mucho”. Yo ya casi no la oigo desde que habla tan soberbia, como mis amigos de economía. Abro el sobre y adentro hay cuatro billetes morados, del escritor más pobre en la historia de Colombia. Que precariedad, pero bueno, si la libra de lenteja está a tres mil y yo tengo doscientos mil, significa que me alcanza para…

—Andrés David García