casi casi casi
por Andrés García
Como midiendo una ecuación, estableciendo una frecuencia de cosas, una correlación en lo que se asigna por cantidad y profundidad, por tinta invertida o tamaño de piscina, profundo en lo que quiero, me digo: Sólo una puerta de aislamiento me podría llevar a la corriente, al camino o al ritmo. Propongo. Empiezo. Organizo y recorto. Sin necesidad de castrar la fuente o de mutilar el origen, otra vez en una superficie, sacando la cabeza, una codificación que se escapa a los filtros, otra contención informática que me apela. Allá, otra cosa, y la poesía que pudo haberse hecho con otra velocidad, sin acomodar tanto la postura física y midiendo dedos en el mapa. Del mapa, la cuadrícula. Otra manera de mesurar y establecer otra compuerta, que de algún camino en dimensión de y para, por y contra, sin y ante. Presentar para alcanzar otra cosa, generar y fluir. Con un contador y otra luz. Es sin medir el pasado o sin volver a poner la idea anterior, sin el antes de los contras y proponiendo otra abstracción de la materia, ajena, compulsiva, preparación, intrusión, paso entre fuerzas de energía que de paso a un vértice con una similitud mejor. Hablar de un iglú, como en el otro lugar del otro día del otro momento al que fui, sintiendo que mi energía se trasladaba a un hilo, agarrándose en la persona que me escucha y siente una dimensión menos apacible o más limítrofe. Casi. Sin ser Colombia ni otro lugar en el que viví y dónde otro grupo de personas me asignaba una forma de presentar el texto sin orillas, el tubo recto y exacto por el cual fluiría el aire. Un camino o un flujo, otro sonido y un rumor que se diseñó en la fábrica para ser discreto, generando un sistema de pantallas o imágenes que van a velocidades cada vez menores. Los sistemas. Y su otro espacio que no se mide, pero se asigna en la consigna escrita, manifestando la escritura de la palabra: aquí.
Pienso en mi novia saliendo del baño, saliendo de su casa para entrar a algún otro terreno, recordando una llamada o un hilo por el cual ella pudo llamarme, decir que nada importa o que todo pudiese llegar a serlo si se le pone en un contexto o en un color, si se le da una jerarquía y un borde perimetral de cuadrícula o de mapa. El mapa, o el escáner de lo que fue su pasado y cuestionar un camino de futuro. De sin. De sin lo que pensaba que podría ser futuro perdiendo la idea. Recordando: La casa en el Tunal y las personas que no vi caminando por su interior, caminando incómodas pero sin tocarse unas a otras, todas acompañando sus cuerpos por otro tacto, las personas, otra cosa marginal en la ceguera, acaso la evocación más allá de otro sentido. Acomodo la espalda. Palabra larga o de muchas sílabas que den determinación y sonido, que generen un abrazo en el español y un desconcierto por la secuencia atrasada del sentido. En otra casa, en otro Tunal, otro estímulo emerge de sí misma y pretende llegarme aún sin verla, la casa, Bogotá, un lugar al que nunca he ido. Otro hilo bajo la tierra conectando un origen con otra ladera de la montaña—sin información.
Pienso en el lugar y en la descripción, otro desborde en la necesidad de poner una contención de símbolo que diga: esto es esto y uno es uno y con y para y sumando para atraer y pegando el hilo a los compuestos, archipiélago en un compacto y el bloque que se podría interpelar a otro mundo. Ser una mancha grande de tinta en papel. Invocar. Coloreando sin poner otras tintas. Colombia y la mano. Una dimensión para la cabeza, el flujo necesario de la escritura que se necesita, la que aguarda, la que espero yo con un motivo profundo de sentir que se hizo lo que se buscaba, que se compilaron los témpanos para la lluvia y en otra cara atrás del cuadrado, otra hoja.
En la casa del Tunal, un festival de performance. Adentro, cinco personas con el pelo rosado, otras dos con piercings en los pezones, un sujeto que busca un baño, un perro cojo, pero decir que es cojo es muy generoso porque en realidad no tiene ninguna de las cuatro patas. El perro, (que no sabría muy bien definir lo que no tiene), se sostiene sobre el piso con sus cuatro moñones que le dan estabilidad así a veces se caiga por un movimiento o una ansiedad por sentir que pueda correr o caminar pero el cuerpo no le va a dar, y el perro aterido sin saber que su cuerpo sólo le da (o sea, alcanza) para la quietud. Es como una mesa, de esas malas mesas, que se pueden tumbar sin hacer mucho esfuerzo y por eso mismo se tiene mucho cuidado con ellas. El perro manco, ultra manco, totalmente sin punta en sus extremidades, se mantiene con vida porque los dueños son animalistas y la vida animal se debe mantener contra viento y marea. El perro cae y sufre, pienso que llora, recordemos, yo sólo pienso sin saber lo que hay allá, eso y esto es ficción. El perro fue un labrador rescatado de la calle. El perro fue de una escritora un poco antipática que vivía al norte de la ciudad, donde hay más árboles y llueve siempre. La escritora dejó escapar al perro por mirar desde su ventana la calle llena de charcos y camiones viejos que recogían latas o neveras oxidadas. La escritora no sabía si era su momento de morir o no, pensó en el sufrimiento, pensó que la literatura debe ser exacta, clara, sin trucos extraños ni divagar. Digo, escribo diciendo por este código, o eso creo que piensa ella. Siento que cada tiempo debo recordar, como el mismo truco de eso que no pretende ser el esto del aquello de la gestación de lo presente, que no sé nada. Y, efectivamente, no sé nada del perro ni de la casa en el Tunal o de la escritora que se cuestiona. No sé, eso sólo lo sabe Dios. U otra cosa que haga su trabajo y conozca dimensiones posibles, sin ser juego de cajas chinas, donde un punto genere otra cosa. Coma, que genere una coma y esa coma pueda expresarse en ola. La ola en otro bloque. El bloque en espacio manifestándose en una consciencia atrás de lo que se permite entender. Y, sin llegar aún al final de la fiesta en el Tunal, decir que se agradece lo perceptible por las mismas razones por las que se agradece la vida, por la misma razón por la cual se llega a decir que se dice y se comprueba y se pone y se va para atrás, de otra forma, como dibujando para poner otro humanoide que viva en sí mismo, ombligo pequeño de bebé recién nacido que le sale largo como tubérculo que se le caerá.
Pensando aún en otras cosas, el performance que será sostener el cuerpo. Poner al perro en un altar y todos estirar sus bocas como patitos y soplar. Pastel de cumpleaños. Sé que el chiste es decir que nacimos adultos y fuimos conscientes y que perdimos o ganamos y recordar y poner un sentido medio trágico en la infancia suponiendo que lo malo fue que los adultos no nos mostraban el mundo. Con la boquita estirada todos soplan para mantener al perro. Jueputa. Se va a caer y qué peligro que el perro se dé contra el piso. No sé en qué consiste el performance. Supongo que en esas cosas. Yo sólo copio y pego. Qué más y qué menos y casi queriendo entender las piezas se le hace a ese orden. Toca llegar y alejarse, ponerle comba al orden de la idea, generando una elipsis cercana a un palo, a otra orilla, al dibujo de la coma-creando la coma-usando otra cosa. Pero lo que yo diga es mentira. Y mejor dejar hasta acá el bloque. Lamí su cobertura, y me cansé.
La Ruta del Sol
por Juliana Isabella Pardo R.
Explosiones. Malditas de sueños y esperanzas, aquí nadie nos pidió que hiciéramos lo que acabamos de hacer, ¿pero qué gonorreas entonces?
En el lavamanos se regó la sangre, pero la sangre correcta, ¿sabes? La de la copa. La que huele feo. Soñé que mi mama hablaba contigo por teléfono y me dijiste que te había caído muy bien. Igual fue raro. ¿Será que lo intento? Tú nunca dirías que sí de todas formas. Por eso tengo dolor de cuello y me levanté como si estuviera enguayabada sin estarlo. Es medio día y sigo medio dormida. Nos amamos los dos o algo por el estilo, no lo sé.
Pero todo fue para decir que entonces no. Entonces no corras de vuelta con otros, ¿sí? Pero no te quedes tampoco en mi cuarto. Diles que se apresuren a coger el tren y se vayan para Villa de Leyva donde no llega ningún tren o que me cojan del pescuezo y me lleven por la Ruta del Sol. Así tal vez pueda acordarme del sabor de los viajes con mi familia antes de que cada uno se fuera por su lado y hubiera dos opciones de a dónde ir a dormir y otro par de patas bailando al lado de cada uno.
Excepto de mi hermano. Él que se cree la verga y la verdad está mejor que antes, sólo que todos seguimos con la idea de que sigue siendo el man de quince años que madreaba a todo el mundo y tiraba la puerta hasta que del marco se empezaba a desquitar el concreto y los parches de pintura blanca caían al piso como delicadas hojas de primavera o algo parecido. Es que aquí no tenemos estaciones, por eso estamos arrechos y maleducados todos los días del año. O no lo sé, tal vez soy sólo yo.
La verdad sí me gustaría estar andándome por la Ruta del Sol. Con mi papá. Esa que va derechito derechito y llega a Santa Marta y luego no decirle a nadie que ese es mi lugar favorito en el mundo. Porque entonces me mirarían feo porque como siempre: este país es un hueco, a nadie le gusta nada y todo lo mejor en el exterior. Pero es que yo en Santa Marta no me siento como en ningún otro lugar del mundo. Con la vista al mar y los camarones baratos y las chanclas todo el día, tomándome un chocolate caliente en Crepes & Waffles, en vez de un helado como una persona normal, mientras mi papá se ríe y mi mamá pide un jugo de corozo y el viento sopla desesperado lanzando arena como si fueran agujas e igual yo le digo mientras me quemo que lo amo y me moriría por él. Esa es la Santa Marta que me sabe a todo lo que ya no es, ¿entiendes? Ahora podría volver, pero no con toda la gente con la que iba antes. Que eran sólo otras tres, pero ahora sólo podría ir con dos o con uno. O nunca más. Esas son las cosas que nadie te dice cuando tus papas se empiezan a mirar feo y triste.
Sigo en el suelo regada con las memorias de anoche y por anoche me refiero a que estuve mirando Tik Tok dos horas en la tasa del baño tratando de ahogar la ansiedad de que mis esfuerzos románticos terminen en la basura y me siga doliendo la espalda para siempre sin importar cuantas veces vaya al quiropráctico. Y es que han sido muchos días de ir al quiropráctico. Y muchos días de pensarme las cosas románticas. ¿Qué es esto de levantarse como si tuviera guayabo y lo único que hice antes de acostarme a dormir fue masturbarme despacito y quedarme dormida justo después de venirme?
Me da miedo el alcohol cuando estoy con desconocidos y sigo psicoseada de la vez que me emborraché y le empecé a abrir el corazón a medio mundo y ni siquiera me acuerdo. Qué asco. Malditas porquerías del corazón y de ganas de no hacerle daño a nadie. Pero aun así llega el sueño ocasional de martillar a algún violador hasta la muerte en alguna calle oscura. No le digas a mi psicólogo porfis.
Estoy de vacaciones. Lo que significa que no hay rutinas y yo no tengo que hacer nada más que escurrirme hasta la sala de televisión de mi papá y desayunar mientras veo Brooklyn 99 y luego tirarme en el sofá a seguir viendo y luego almorzar y seguir viendo y luego cenar y seguir viendo y cuando me canse acostarme en mi cama a consumir porno y luego dormir. Pero eso ya lo hice por dos meses cuando me gradué del colegio. Ahora no sé a qué sabrán estos otros dos meses casi iguales pero diferentes porque ya estoy grande y nadie me regaña y me dice qué hacer, pero me mata este calor colérico recordándome que definitivamente no estoy en la capital estudiando.
Ay regáñame. Regáñame como antes que me regañaban por todo y me lo tragaba enterito. Que ella me gritaba y yo me sentía del culo, pero así eran las cosas: predecibles y amorosas. Ahora nadie me regaña, pero me siguen sabiendo a culo la paz y el silencio de mirar por la ventada y ver todo bonito. Entonces cuando bostezo se me apagan los ojos y se me olvida que ando en un veinteavo piso y no en mi casa o en La Ruta del Sol. Pero allá no hace tanto calor como el de esta sala malparida con el sol achicharrante afuera y esas hojas de palmeras graves. No me encantan las palmeras, prefiero los árboles, pero igual también son bonitas, especialmente cuando huele a carne molida con arroz y lentejas y plátano maduro que me tengo que ir a sentar a la mesa como todas las otras veces que…
La Ruta del Sol termina en Santa Marta. Pero yo no voy por La Ruta del Sol. Quiero llegar a Santa Marta. Pero no es la misma Santa Marta. Y no es la misma Ruta del Sol.