EL HOGAR DE MI ARAÑA
Por Mateo Velásquez
(…) Entonces tuve que hablarle a la araña de mi cuarto. No le hablé de muchas cosas, como siempre, mis temas de conversación mueren rápido, por eso dejo que los demás hablen. Pero la araña solo me miraba. No sabía qué hacer, la araña ni una sonrisa me regalaba. Los silencios eran largos y tras el transcurso de unos minutos yo le decía algo de nuevo.
“Solo he comido pan, arroz y papas en todo el día.” dije alguna vez. Como no me respondió decidí hablar por ella. “Un lujo.” No más. No quería hacer la caracterización de la araña sonar falsa, entonces incluso desde mi voz, la araña poco hablaba.
La noche llegó y las cosas no cambiaron mucho, mi cabeza seguía apoyada contra una almohada vieja y hundida, mis ojos apuntaban a la esquina de la habitación donde la aspiradora no llegaba y en donde la araña había construido un humilde sitio. Caí en cuenta de algo lógico ¿cómo podría una araña hablar? No tienen cuerdas vocales. Típico error de las películas de fantasmas. La araña me hablaba con sus movimientos; se movía al techo para asentir, al piso para negar, hacia la izquierda si quería saber más, a la derecha para cambiar de tema. Así fui aprendiendo su lenguaje.
Mis ojos se habían achicado de tanto mirar a la pared. La habitación cada día estaba más oscura, ya ni la luz quería entrar por entre las esquinas de la cortina. Comprendí mejor a la araña luego de varios días hablando con ella. No le gustaba la luz, odiaba el ruido, se ponía feliz cuando encontraba migajas de pan por el piso —que al parecer le gustaban mucho más que los insectos para mi sorpresa —decía que las moscas son mucho más jugosas que los mosquitos y que sobre todo, le fascinaba cuando yo no limpiaba el cuarto, Por eso dejé de hacerlo, no por nada más.
Un día le pregunté si me amaba, creí que era el momento indicado. Sin embargo, ella se movió a la derecha y tras un rato se fue a donde no pudiera verla. Algo raro ya me pensaba yo, los últimos días antes de que desapareciera la noté más lenta, más hambrienta, me atrevo a decir que le daban mareos. Tenía que buscarla y conversar con ella, pero mis piernas estaban entumecidas y sin fuerzas, debajo de las negras sábanas, antes cómodas, que me hacían sudar por no habérmelas quitado en días.
Cuando volvió mis sospechas se confirmaron, a su espalda llevaba un saco. A pesar de que me sentí traicionado, ella seguía igual de hermosa que la última vez que la vi. Espera ¿Ella?, nunca le pregunté sus pronombres. ¿Cómo siquiera se reproducen las arañas? ¿No es el español un idioma confuso? Decir “el araño” suena como la oración “él arañó” pero escrita por un niño que no sabe de tildes. Por cierto, a la respuesta de cómo se reproducen las arañas, según Google es “sexo oral”, no podría ser más gracioso.
Caí herido ante una traición de una relación que nunca tuve. Era cierto, no había nada que echarle en cara. Duele, duele igual, le había dado todo lo que me pidió, la habitación no la limpié en dos semanas, me quedé aquí todo el tiempo para escuchar sus necesidades. Probablemente fue que no le di las migajas de pan, no podía ir a la cocina, entonces no pude darle comida. Eso fue, estaba convencido. No había de otra, dicen que el amor entra por la boca y llega al corazón, incluso a un corazón tubular.
Decidí entonces volverme su hogar y su alimento; el de ella, el de su esposo y sus cientos de hijos, todos extendiendo sus patitas y sus redes alrededor de mis verdes tripas.