González #581

Crónicas cínicas: ataques de apatía

por S.S. Gómez

Escribo sin saber exactamente qué voy a decir, confiando en lo primero que se me cruza por la cabeza, como un salto al vacío. A veces escribo, edito, y me dan ganas de seleccionar todo y borrarlo para empezar de nuevo. Busco algo que me inspire, algo que me conmueva, o simplemente algo que me pase. Es casi una pena que mi vida no sea más miserable; sería mucho más fácil escribir sobre mis desdichas. Aunque no quiero romantizar los problemas, puede que lo haga sin darme cuenta. Después de todo, el arte siempre se ha deleitado en magnificar el dolor, convirtiendo el sufrimiento en algo que algunos llaman belleza.
Aquí estoy, buscando inspiración y, sorprendentemente, vacía de miserias. No es que quiera ser infeliz, solo busco algo que me empuje a escribir. A veces pienso que el dolor está fetichizado, ¿es esa la palabra? Suena horrible. Me gusta leer sobre el dolor ajeno, sobre esos finales trágicos donde no hay lugar para la felicidad. Carajo, tal vez sí romantizo la miseria. Mejor cambiemos de tema. ¿Qué tal el clima?

He visto suficientes series estadounidenses como para saber que si no sabes de qué hablar, habla del clima. No sé qué tan aplicable sea, pero en mi familia, cuando no sabemos de qué hablar, discutimos de política. Dicen que uno debería evitar hablar de política, religión o fútbol si quiere mantener la paz, pero en mi casa es imposible. Mi familia tiende a ser de derecha (o al menos eso parece). Curiosamente, cuando gobiernan los de derecha, me siento de izquierda, y cuando gobiernan los de izquierda, me siento de derecha. No creo en ningún lado, en ninguna persona que trate de venderme un ideal envuelto en palabras bonitas y promesas vacías. Al final, todo es una obra de teatro, y el pueblo, sin saberlo, financia los robos disfrazados de “caridad”.

Me siento cómoda en mi crisis de identidad política, es mejor que entregarme a la ilusión de que alguien puede salvarnos. Los políticos son como esos amores tóxicos: te endulzan el oído, te prometen el cielo, y cuando ya tienen lo que quieren, desaparecen, dejándote con las manos vacías y el corazón roto. Solo que, a diferencia de un ex que vuelve a pedir perdón, los políticos nunca se disculpan, ni siquiera cuando nos rompen por completo.

Pero dejemos la política. Estoy cansada de todo. Cerca de mi universidad, he visto marchas feministas, chicas de entre 17 y 25 años gritando consignas que no entiendo, cantando canciones improvisadas, pintando paredes y, por supuesto, bloqueando el transporte público. Me podrán decir que me importa más el tráfico que su lucha por la libertad, y sí, en ese momento me importa más llegar a casa después de una jornada de 8 a 8. Mejor me detengo, el tráfico me tiene más que estresada.

Es curioso cómo Twitter se ha convertido en el campo de batalla de las cancelaciones. ¿Desde cuándo pasó eso? Más curioso aún es la cantidad de personas que parecen encontrar placer en sentarse frente a una pantalla solo para pelear.

Cambiando de tema, tengo frente a mí nueve libros que pedí de la biblioteca pensando que los leería todos. Al final, procrastino el día entero en TikTok o Instagram. Sería aceptable si fuera estudiante de comunicación, pero estudio literatura, así que siento que he fracasado.

Aunque, a veces, da igual. Hay días en que no quiero hacer nada, y está bien. Mi problema es que esos días me ocurren cinco o seis veces por semana.

Entré a estudiar literatura pensando que era “la que leía”. Y sí, siempre me gustó leer. Pero algo tiene la carrera que la vuelve exasperante. Está llena de gente demasiado entusiasta, que siempre quiere parecer más inteligente que los demás. Gente que no puede pasar una clase sin levantar la mano para soltar su opinión o citar a un autor europeo. Ah, y claro, está llena de homosexuales. No tengo problema con que alguien sea gay, pero ¿de verdad tienen que aclarar sus pronombres y nombres inventados en cada clase? Estoy harta de los que levantan la mano solo para mostrar cuánto han leído o para que los demás piensen que son mejores que todos. No, Taylor he/they, no eres mejor por haber leído La metamorfosis cinco veces.

Este es mi día a día en la carrera, y probablemente la termine sin hacer amigos. Me cuesta interactuar con la gente, aunque trato de que no se note. La mayoría de las veces ni siquiera recuerdo los nombres de las personas. Pero eso está bien, porque como siempre dicen, “en la vida valen más las habilidades sociales”, y yo, sin duda, me moriré de hambre.

Ya son casi las nueve de la noche, y mi horario favorito es después de las diez. Es cuando mi familia se va a dormir y me dejan en paz. A veces cocino, a veces veo una serie, o escucho música. Nada extraordinario, pero es mi momento de paz. Claro, hasta que alguien inevitablemente lo arruina.

Ahora, hablando de arruinar cosas: el transporte público. No sé si ya lo había mencionado, pero es una fuente constante de estrés para mí. Como esa vez en la que estaba con un dolor de cólicos insoportable, atrapada en un bus lleno. Una señora empezó a empujarme para darle el asiento a alguien que nunca apareció. Después de varios minutos de espera, llegaron dos adolescentes y se sentaron mientras yo seguía allí, conteniendo las lágrimas de ira. ¿Por qué tuve que nacer en este país?

Y aun así, la vida no es tan terrible, aunque a veces finja que sí. Tal vez nunca escribiré una obra maestra, una novela que cambie el mundo, ni habrá documentales sobre mi “vida y obra”. Lo más probable es que, aunque escriba algo genial, siga buscando trabajos en call centers para poder pagar mis cuentas. Y en lugar de aceptar mi falta de organización, mi mal manejo del tiempo y mi inevitable apatía, le echaré la culpa al tercer mundo. Porque, claro, si nací aquí, ya estoy condenada, ¿no?

Si alguna vez salgo de este lugar, me encontraré llorando por la nostalgia de haber sido “pobre pero feliz”, recordando con cariño un país al que nunca quise volver. Aunque esos episodios de hipocresía, por suerte, se me pasan rápido.

Ponle un ajiaco a cualquier país del primer mundo y lo conviertes en el mejor lugar para vivir.

En conclusión, si no sabes de qué escribir, ponle un toque de miseria a tu vida. Si no tienes nada miserable, exagera cualquier problema y hazlo parecer una tragedia.