González #590

“No Bien”

por Jade Galindo

Cualquier aire de esfuerzo parecía imposible. La sola idea de hacer. Comer. Caminar. Ver. Oír. Pensar. Sen- tir. Todo. Cada cosa que hacía, consciente o no, se sentía como nudos en mi tráquea. Uno y otro y otro y otro, se sumaban hasta ahogarme – algo que, sin embargo y lamentablemente, no ocurría de forma literal. – solo yo puedo saber qué ansias tenía por la llegada, repentina, de mi muerte. Si iba a sentirme ahogada, lo mínimo era ahogarme, hacerlo realmen- te. Que poco a poco el aire escapase de mi cuerpo y, así, siguiera mi consciencia hasta que lo único que faltara por salir fuese mi vida.

Me había prometido escribir esa mañana. No quería. Solo podía hundirme en mi cabeza. Me ahogaba y no quería respirar. – Esta no es la primera ni será la última vez que me romperé una promesa – pensaba. No quería escribir. Solo pensaba en huir, sumergirme en lo más profundo de mi cama, que la presión de las cobijas con mi cuerpo me desaparecieran. Que me transportas en a otra realidad – o a ninguna. – A la nada. No quería pensar. Pero parecía que eso era lo único que podía hacer. Alimentaba mi propia bruma. Me ahogaba. Debían haber pasado unos diez o veinte minutos de mirar al vacío, evitando todo, cuando Dani se sentó a mi lado. Yo estaba en la zona de estudio de la facultad de diseño, justo dando la espalda a la entrada principal del edificio. Me sentía completamente neurótica, por lo que su aparición repentina se sintió como si me amenazaran con una pistola en mi cabeza – mala analogía, teniendo en cuenta las inmensas ganas que tenía de, como fuese, morir. – Mi sangre se congeló en un segundo. Mis brazos y pecho empezaron a cosquillear y mi cabeza, ya debilitada por horas incesantes de lidiar con ella misma, se sintió suspenderse, casi apagando todos mis sentidos – otra vez, lamentablemente, no lo hizo en realidad. – Entonces, escuché un ruido. Lenta pero eventualmente lo procesé. Sacudí mi cabeza como una caricatura de mí misma con la intención de centrarme e, incapaz de verbalizar, exclamé,

“¿Aah?”

“¿Qué?” contestó Dani “¡Ah! ¿Cómo vas?” asumí que repitió de antes.

“Eeh, a, ahh” no sabía que decir. No quería decirlo, más bien. Cómo iba. Pero después de un par de segundos, finalmente verbalicé una, digamos-que-res- puesta, “ahí voy, o… bueno… no sé, no bien, supon- go.”

No bien. Sí, me imagino que esa era una forma de definir cómo iba o cómo me sentía. Esa era una forma de decir cómo sentía unas ganas increíbles de morirme. De cómo cualquier idea de ‘futuro’ o ‘mañana’ me aterraba. Si es que había idea de mañana. Pero no. No había. Ya estaba decidida a que todo concepto de futuro no existía. Ya había decidido no tener que vivir – o, más bien, sufrir – de un mañana. Sí, no bien era cómo me sentía.

Mi amiga, Dani, me miró extrañada, como si tuviese algo en mi rostro que le asustaba o le daba asco. Sin embargo y, rápidamente, su expresión volvió a la de una sonrisa. Una falsa eso sí o, de pronto, una llena de pesar por mí. Una sonrisa como si estuviese alimentando un perro callejero, desnutrido, chillando de dolor. Una sonrisa que odiaba. En sus ojos yo era impotente, inútil, un caso perdido o al borde de estarlo. De pronto tenía razón. De pronto eso es lo que más odiaba de su mirada. Yo misma lo dije, al fin y al cabo, yo no tenía futuro.

Luego de un corto, pero extraño silencio, me contestó, “Sí, entiendo, ¡pero se puede! Yo confío, tú puedes.”

Su expresión se intensificó, casi que regresando a una sonrisa genuina. Yo no me la creía, sin embargo.

Simplemente podía contestar con una sonrisa incluso más falsa, patética,

“siih, total.” Dije con poco aliento, alzando el brazo como signo de victoria. Luego, exhalé, fuerte; dejé caer mi brazo, como si fuese un trapo sucio y volví a la supongo-que-cara-miserable que llevaba desde el inicio del día.

“¡Bueno! ¿Qué hacemos entonces? ¿Qué almorzamos? No has almorzado ¿cierto?” preguntó de forma algo frenética, incluso ansiosa y, antes de que pudiera contestarle, añadió, “tengo hambre” mientras que su expresión sonriente de antes cambiaba. Ella ya no sonreía. Su cara, con esa última frase, creaba ahora una forma extraña, como desesperada. Su labio supe- rior, junto a las alas y puente de su nariz se elevaron de forma tenue, arrugando el ceño, más no de tal forma que pareciera fruncido; las colas de sus cejas parecían ser jaladas hacia abajo por los párpados que se entrecerraban; el labio inferior, por su parte, se quedó estático, neutro, creando así en su boca lo que parecía la entrada de un túnel. Su expresión me había hipnotizado, por lo menos unos segundos, pero, rápi- damente, su voz me devolvió a la realidad,

“Entonces ¿Qué almorzamos?” repitió. “Eh, mmmm, no sé la verdad” dije.

Si había algo que odiaba más que pensar, en sí mismo, era tomar decisiones. Tomar decisiones es horrible.

Tomar decisiones es pensar de manera compleja. Odio hacerlo o, por lo menos, odio cuando me piden hacer- lo. Me obliga a discutir con mis propios pensamien- tos, mis propias ideas, emociones. Me obliga a llegar a un acuerdo en mi cabeza. Odio tomar decisiones, pero, en ese momento al parecer, por más que lo odia- ra; que no quisiera, tenía que hacerlo. – ¿Qué almorza- mos? – pensé y pensaba y pensaba y no podía dejar de pensarlo. – ¿Qué almorzamos? – Finalmente dije algo, aunque no podría decir que fue una respuesta,

“eeh ¿Qué almorzamos?” solo supe repetir la pre- gunta, como si mi cabeza, en blanco, no supiera sino mecánicamente repetir las palabras que habían salido de su boca, “¿Tú qué piensas?” añadí, para disimular mi ineptitud mental del momento.

Era, de hecho, la forma más fácil de huir de la responsabilidad de tomar una decisión – ya no es mi problema – pensé, algo aliviada.

“Emm, no sé” me contestó, con una corta risa, de pronto por lo absurdo e incluso incómodo de aquella situación. Ambas habíamos quedado en almorzar, juntas, pero ninguna sabía qué quería, entonces “¿no has pensado en algún lugar? ¿Algo?” Preguntó, está vez con un poco más de inquietud en su actitud. Yo no sabía que hacer, me había devuelto la responsabilidad de decidir. Me quedé un momento en silencio cuando, otra vez, supe cómo responder, cómo volver a huir, “No, la verdad ¿Tú?” Dije, frunciendo un poco el ceño e inclinando un poco mi cabeza, otra vez, como una versión exagerada de mí misma, para mostrar intriga. “La verdad, yo tampoco” contestó, riéndose otra vez, solo que con aún más incomodidad y ansiedad en su tono de voz e, inmediatamente, continuó con lo más cercano a una idea que podíamos imaginar en el mo- mento, “podemos ir caminando y pensando ¿Sí?”

“sí sí, me parece” contesté sin mucha energía en mi voz, aceptando aquella idea como la mejor opción para no tener que pensar, por lo menos no aún. “entonces ¿Vamos?” preguntó, tratando de esconder el estrés que le estaba causando mi actitud, perdida y pesimista.

“sí, vamos”

Jade Galindo

“no tiene que ver con nada, pero ví esto en una librería y no sé”