González #519

Los Cometas, Las Cometas, Mi Cometa

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 Pájaros en la gran sala

 Afuera de la sala de conciertos siempre espero tomándome una aromática, me gusta leer el programa mientras tomo el agua, luego, cuando mastico las hojas que quedaron, escucho los sonidos indistinguibles de esa masa de conversaciones que se forma a la espera. Un señor de camisa blanca, bien abotonada, discute sobre la importancia de conocer de los compositores colombianos en la reivindicación de cómo hablamos sobre el arte. Felicita al Banco de la República por su esmero durante las últimas décadas para crear un público crítico y de mejor gusto. Esta noche el afortunado es Fabián Roa. En la primera página dice claramente que es santandereano, de Málaga, al lado un “(n. 1984)”. Es más joven que mis padres, pensaba que los compositores solo eran viejos canosos. Una señora de abrigo rosado comenta que su peinado se debe a sus influencias primarias en el rock y punk, dice que tenía una banda punketa a las 15 años y ahora escribe instrucciones para cuerdas, vientos, etc. –Lo único que le quedó de ese tiempo fue el ruido– le responde el hombre de botas de cuero. 

Segundo llamado. Justo a tiempo que he eliminado todo rastro de mi aromática. En el programa también hablan del ruido, le llaman distorsión. Agregan una frase de Roa en que explica el poder de esta como una creación para “dominar el ruido”. Mientras sigo al chico que me conduce a mi fila pienso en como compara Roa la distorsión con la pintura: es entender un material para crear texturas, otros espacios, otras dimensiones, dice. Detrás mío escucho unas mujeres que discuten sobre las semejanzas de Roa con Bartók y Stravinsky. Les llaman los primeros punketos, supongo que se debe a su fascinación por lo que mis amigxs músicxs llaman distorsión, disonancia y polifonías, cosas que medio entiendo, porque dicen: –empezó creando riffs de guitarra en otros instrumentos y se volvió un genio de los riffs sobrepuestos– y en palabras elegantes agregan –es una promesa para la música tradicional colombiana de cámara–.

Tercer llamado. Un silencio progresivo está tomando la sala de conciertos de la Luis Ángel Arango. Apenas empieza el primer movimiento me llama la atención el nombre de este: Zamacuco 

(aire de cumbia) pero aparece un trio de flauta, violín y arpa que nada tienen que ver con la cumbia. Y aunque no encuentro percusión por ningún lado, los registros agudos se asemejaban a esa brisa prometida de la cumbia. El título de la obra es Danzas Mentirosas. Los instrumentos tocan al tiempo, no se esperan entre ellos, ni escuchan al otro. Entonces veo como el arpa y la flauta se miraban sobre las partituras, pero en medio las cuerdas del violín se atraviesan. La señora de mi derecha sonríe sosteniendo su pecho con una especial fuerza. Sus ojos brillan inundados por la misma luz del sonido, estos agudos que crean una atmósfera transparente y tensionante que conmueven como ese coqueteo que había en las conversaciones sobrepuestas entre el arpa y la flauta. Se encuentran y el violín calla, intentan tomarse, pero no logran coincidir. Sus ojos se pierden de la partitura y solo se buscan entre el pequeño escenario que cada vez se sentía más grande y profundo.

Es el arpa quien se para, en puntillas comienza a buscar a la flauta en este segundo movimiento entre su Tersa Nostalgia. Saltando en pasos largos, de a dos, y pasos cortos, de a dos, le responde la flauta. En esta danza bambuquera no encuentro el siguiente paso, cuando crees que ya encontraste donde caerá su paso largo, gira y se apoya en otra parte. El violín desde el inicio sostiene el mismo hilo en alto, con tal fuerza como la mano de la señora a mi derecha que cada vez se hunde más en su pecho. Tararea a Stravinsky, acordándose de su impredecible uso de las disonancias y oníricamente su mano entra en su carne y el violín calla. Sus ojos están perdidos y sigo el camino para entender que la distrae de un dolor tan difícil de ignorar. La flauta y el arpa se han encontrado, bailan y se miran inquietantes, la flauta ha soltado un grito agudo en lo que se transforma en un Chococito Escarlata. El arpa en un Alcaraván y entre su vuelo se llena de color alrededor del violín que vuelve a soltar su hilo agudo por el cuál huye en su vuelo. 

Desesperado el pájaro escarlata revolotea por toda la sala buscando al Alcaraván, el público lo corretea, intenta atraparlo pero cada vez se eleva más. No sorprende que el Alcaraván elevara su vuelo en puntilleo de joropo trayendo su tierra al escenario, como Bartók a los campesinos de Hungría. El violín sigilosamente lanza sus cuerdas para tomarlo, solo se enredan entre ellas, caen de a pocos, desafinan y caen. El pájaro escarlata se niega a ser tomado. Son líneas largas y fuertes que rasgan las paredes antes de tomar al pájaro escarlata que silba más agudo, sube más alto, queda solo en lo extremo de su brillo. Al igual que alguna cuerda que alcanzó a subir más alto, tan alto como en la medida que sube desafina por completo. Logra tomar al pájaro escarlata que gritando y bajando se hace más grave, y el violín más agudo. Pero entre las cuerdas revolotea, insiste y persiste, no quiere ser tomado. Resalta su color saturado y claro entre el violín opaco. Se escapa y mirando hacia atrás ve que el Alcaraván se ha posado sobre el violín, le ha traicionado. Calla. La sala entera calla. El violín se desespera y vuelve a atraparlo. Yo me hundo en mi silla como la mano de la mujer sobre su pecho. Miro 

alrededor y así como el Alcaraván salta de a pocos celebrando su engaño, o como el pájaro escarlata escapa y vuelve a ser atrapado, todo el público está siendo absorbido por su puesto. Intentando escalar para salvarme de repente abro el programa que dice sobre este movimiento III: Embrujao. De lo que me queda de vista en el escenario, el director ha desaparecido, solo veo los colores vivos de los pájaros, el brillo de sus silbidos, la textura que raspa del violín y Roa que sonríe al público como quien logró su truco de magia. 

–Irene Ruiz