González #585


Enviado por Ian Toledo

Buen día González,

comparto un texto de uno de mis autores favoritos. Fernando Pessoa. Es especial no solo porque llegué a resonar con alguno de sus personajes, sino porque me ha unido con mis amigos universitarios. Ya todos casi esperando recibir el cartón en el Movistar y ansiosos por caer en los brazos del desempleo en Colombia. Cada texto que leo de él lo hago bajo la luz de la nostalgia del amigo que hace tiempo no veo y que quisiera ver más. A Juanpa y mi tocayo Sebastián. Por lo extenso que es el cuento compartiré la primera parte esta semana y la segunda en la próxima.

Una cena muy original

(primera parte)

Por Fernando Pessoa

Este cuento fue escrito en 1907 y Pessoa tenía intenciones de enviarlo a la revista inglesa Cassell’s Magazine, publicada entre 1897 y 1912. Tal vez no lo incluyó en la lista de tareas de Alexander Search (cf. Capítulo IX) por olvido o porque ya no tenía planeado atribuírselo a Search. En este cuento, que podría describirse como un texto de horror y suspenso, se narra la invitación y celebración de un banquete muy particular.

Tomado de: https://esteros.org/2019/10/30/una-cena-muy-original-fernando-pessoa

Una cena muy original

Fue durante la decimoquinta sesión anual de la Sociedad Gastronómica de Berlín cuando el presidente, Herr Prosit, hizo la famosa invitación a sus miembros. Aquella sesión consistió, por supuesto, en un banquete. Durante el postre había surgido una gran discusión sobre la originalidad en el arte de la cocina. Los tiempos eran desfavorables para todas las artes. La originalidad estaba en decadencia. En la gastronomía había también decadencia y flaqueza. Todas las producciones culinarias llamadas “nuevas” no eran más que variaciones de los platos ya conocidos. Una salsa diferente, una ligera variación en la forma de condimentar o sazonar, eran suficientes para que el plato más reciente se considerara distinto al anterior. No había verdaderas novedades, solo innovaciones. Todas esas cosas se lamentaban allí al unísono, con variedad de entonaciones y con diversos grados de vehemencia.

Aunque la conversación se acaloraba y se llenaba de resueltos comentarios, había entre nosotros un hombre que, aunque no era el único silencioso, permanecía notablemente callado, pues de él, más que de ningún otro, se había esperado una intervención. Este hombre era, por supuesto, Herr Prosit, presidente de la Sociedad, cabeza de esta reunión. Herr Prosit era el único hombre que no le prestaba atención a la discusión; estaba callado e incluso distraído. Faltaba la autoridad de su voz. Estaba pensativo: él, Prosit, estaba silencioso; sí, Prosit estaba serio. El mismo Wilhelm Prosit, Presidente de la Sociedad Gastronómica.

El silencio de Herr Prosit era, para la mayoría de los hombres, algo extraño. Él parecía (si se me permite la comparación) una tormenta. El silencio no hacía parte de su esencia. No era callado por naturaleza. Y como una tormenta (para seguir con el símil), si el silencio alguna vez lo acompañaba, era como una pausa, como el preludio de una explosión superior a todo. Esa es la opinión que de él se tenía.

El presidente era un hombre notable en muchos aspectos. Era alegre y social, aunque con una vivacidad anormal, un temperamento inquieto, que más bien parecía una perpetua afectación en el carácter. Su sociabilidad parecía patológica; su ingenio y sus bromas, aunque no resultaban forzados en absoluto, parecían apremiados desde su interior por una facultad del espíritu que no es la del ingenio. Su humor parecía falsamente auténtico; su inquietud, naturalmente adoptada.

En compañía de sus amigos —y tenía muchos— mantenía un flujo constante de alegría; era todo felicidad y risas. Aun así, llama la atención que este extraño hombre no llevara en su semblante habitual una expresión de alegría o de dicha. Cuando paraba de reír, cuando olvidaba sonreír, parecía caer, por el contraste que su rostro dejaba ver, en una gravedad afectada, casi próxima al dolor.

Que esto se debiera a una infelicidad fundamental de su persona, a penas de sus primeros años de vida, o a cualquier otro mal del espíritu, difícilmente podría afirmarlo yo, quien narra esta historia. Por lo demás, esta contradicción en su carácter, o al menos en sus manifestaciones, solo podía ser percibida por un observador agudo; los demás no la veían, y tampoco había necesidad de que lo hicieran.

Así como quien presencia una noche de tormentas sucesivas, pero con intervalos, considera que fue testigo de una sola noche tormentosa, y no recuerda los intermedios entre los truenos, de modo que termina por nombrar la noche con el rasgo que más le impactó. De la misma manera, siguiendo una inclinación de la humanidad, los hombres llamaban a Prosit un hombre feliz porque lo que más les impresionaba en él era su estruendosa alegría, el alboroto de su júbilo. Así como en la tormenta se suele olvidar el profundo silencio de los intervalos, en este hombre, en su risa salvaje, olvidábamos fácilmente el silencio triste, la hosca pesadez de las pausas en su naturaleza social.

El rostro del presidente, repito, también encubría esta contradicción. Esa cara risueña carecía de vivacidad. Su perpetua sonrisa parecía la mueca grotesca de aquellos en cuyos rostros golpea el sol. En ellos hay una contracción natural de los músculos ante una luz fuerte; en él, una expresión perpetua, la más afectada y grotesca.

Solía decirse (entre quienes así lo conocían) que había optado por una vida alegre para escapar de una especie de nerviosismo hereditario, o al menos de una especie de morbidez, pues era hijo de un epiléptico y entre sus antepasados había, además de algunos libertinos desenfrenados, varios verdaderos neuróticos. Él mismo pudo haber sufrido de sus nervios. Pero sobre esto hablo sin certeza alguna.

Lo que puedo asegurar, más allá de toda duda, es que Prosit fue introducido en la sociedad de la que hablo por un joven oficial, también amigo mío y también un tipo alegre, que se había fijado en él en algún lado, pues se había divertido a más no poder con algunas de sus bromas.

Esta sociedad —aquella en la que Prosit se movía— era, a decir verdad, una de esas dudosas sociedades marginales, que son frecuentes, conformada por clases altas y bajas en una síntesis curiosa, como la que tiene lugar en un cambio químico, porque presentan a menudo una nueva característica, muy propia, distinta de la de sus elementos. Esta era una sociedad cuyas artes –pues artes deben llamarse– eran las de comer, las de beber y las amatorias. Era artística, sin duda. Era vulgar, no hay menor duda. Y unía estas cosas armoniosamente.

De este grupo de personas, socialmente inútiles, humanamente corruptas, Prosit era el líder, porque él era el más vulgar de todos. No puedo entrar, obviamente, en la psicología, simple pero intrincada, de este caso. No puedo explicar aquí la razón del hecho de que el líder de tal sociedad haya sido escogido de su parte más baja. Toda la literatura se ha dedicado con mucha sutileza, con mucha intuición, a casos como este. Son manifiestamente patológicos. A los complejos sentimientos que los inspiran, Poe les dio el nombre general de perversiones, pensando que eran uno solo. Pero aquí reseño este caso nada más. El elemento femenino de esta sociedad vino, convencionalmente hablando, desde abajo; el elemento masculino, desde arriba. El pilar de esta estructura, el enlace de este compuesto —o más bien, el agente catalizador de este cambio químico— era mi amigo Prosit. Los centros, los lugares de reunión de la sociedad, eran dos: cierto restaurante o el respetable hotel X, según que el festín consistiera en una bacanal irreflexiva o en una casta y masculina sesión artística de la Sociedad Gastronómica de Berlín. En cuanto a las primeras, es imposible incluso sugerir lo que eran; no se podría dar ni un solo indicio sin rozar la indecencia, ya que la vulgaridad de Prosit no era normal sino anormal; su influencia degradó incluso la bajeza de los más bajos deseos de sus amigos. En cuanto a la Sociedad Gastronómica, esta era mejor: representaba el lado espiritual de las aspiraciones concretas de ese grupo.

Acabo de decir que Prosit era vulgar. Es cierto, lo era. Su euforia era vulgar, su humor se manifestaba vulgarmente. Informo sobre todo esto con cautela. Escribo sin elogios ni calumnias. Hago el esbozo de un personaje de la manera más esmerada posible. En tanto la visión de mi mente lo permita, sigo los rastros de la verdad.

Pero Prosit era vulgar, de eso no hay duda. Incluso en la sociedad donde se vio forzado a veces a vivir, y donde estuvo en contacto con miembros de la alta sociedad, no perdió mucho de su torpeza innata. Se permitió estar en ella con alguna conciencia. Sus bromas no eran ni inofensivas ni agradables, sino casi siempre vulgares; sin embargo, para quienes podían apreciar el “sentido” de su conducta, eran bastante divertidas, ingeniosas y muy bien ideadas.

El mejor aspecto de esta vulgaridad era su impulsividad, dado que era pasión. Pues el presidente se apasionaba con todas las cosas que emprendía, especialmente en los proyectos culinarios y en los asuntos amorosos; en los primeros era un poeta del buen gusto, siempre buscando inspiración diaria; en los segundos su bajeza de carácter estaba siempre en su mayor horror. Sin embargo, no se podía dudar ni de su pasión ni de la impetuosidad de su alegría. Él atraía a los demás con el frenesí de su energía, les infundía pasión y los estimulaba, sin ser consciente de que lo hacía. Sin embargo, su pasión era para sí mismo, hacia sí mismo, era una necesidad orgánica; no estaba orientada hacia una relación con el mundo exterior. Tal ardor no podía, es cierto, sostenerse mucho tiempo; pero mientras duraba, su influencia, en tanto ejemplo, aunque fuera inconsciente, era inmensa.

Pero observemos que, aunque el presidente era apasionado, impulsivo, y en el fondo vulgar y tosco, era un hombre que nunca se enfadaba. Nunca. Nadie podía hacerlo enfurecer. Además, siempre estaba presto a complacer, siempre dispuesto a evitar las riñas. Parecía siempre desear que todo el mundo estuviese bien con él. Era curioso observar cómo refrenaba su ira, cómo la contenía con una firmeza que nadie hubiese reconocido en él, en especial todos los que lo conocíamos como impulsivo y ardoroso, sus amigos más íntimos.

Era sobre todo por esto, supongo, que Prosit era tan estimado. En efecto, teniendo en cuenta el hecho de que era vulgar y de impulso grosero –aunque nunca actuaba groseramente mostrando ira o agresividad, ni era impulsivo cuando estaba enfadado– tal vez por eso nosotros basamos inconscientemente en ello nuestra amistad. Además, también estaba el hecho de que él siempre estaba dispuesto a complacer, a ser agradable. Y aunque era rudo, entre los hombres eso importaba poco, pues el presidente era un buen tipo.

Era obvio entonces, y lo sigue siendo, que el atractivo de Prosit (por así llamarlo) radicaba en esto: en que no era susceptible a la ira, en su sincera inclinación a complacer, en la fascinación peculiar de su burda exuberancia, incluso, en última instancia, también en la inconsciente intuición del leve enigma que suscitaba su carácter.

¡Basta! Mi análisis del carácter de Prosit, quizá excesivo en detalles, es sin embargo defectuoso, porque, como supongo, ha omitido los elementos que apuntan a una síntesis final —o tal vez no los ha dejado claros—. Me he aventurado más allá de mi capacidad. Mi comprensión no puede alcanzar la claridad que deseo. Por eso no debo decir nada más.

Una cosa, sin embargo, no se ha profundizado en todo lo que he dicho: la percepción externa del carácter del presidente. Queda claro que, desde todos los intentos posibles, desde todos los propósitos imaginables, Herr Prosit era un hombre alegre, un tipo raro, un hombre habitualmente alegre, que impresionaba a los otros con su jovialidad, un hombre destacado en su sociedad, un hombre de muchos amigos. Sus tendencias vulgares, en tanto que le dieron el carácter a la sociedad de hombres en que vivía, es decir, en tanto crearon su atmósfera, desaparecieron por su excesiva obviedad, pasaron gradualmente al dominio de lo inconsciente; se volvieron imperceptibles, terminaron siendo inadvertidas.

La cena ya estaba terminando. La conversación había crecido en el número de quienes hablaban y en el ruido de sus voces combinadas, discordantes, entremezcladas. Prosit continuaba en silencio. El orador principal, el capitán Greiwe, disertaba líricamente. Insistía en la improductiva falta de imaginación (así la llamó) de los platos modernos. Su entusiasmo aumentó. En el arte de la gastronomía, anotaba, siempre se necesitaban platos nuevos. Su comprensión era estrecha, restringida al arte que conocía. Daba a entender, con falsos argumentos, que solo en la gastronomía la novedad tenía un valor sobresaliente. Y esto pudo haber sido una forma sutil de decir que la gastronomía era la única ciencia y el arte único. “¡Bendito arte”, exclamó el capitán, “cuyo conservadurismo es una revolución perpetua!” “De él podría decir”, continuó, “lo que Schopenhauer dice del mundo, que se conserva a sí mismo mediante su destrucción”.

“¿Por qué, Prosit?” —preguntó uno de los miembros desde el otro extremo de la mesa, al notar el silencio del presidente— “¿Por qué, Prosit, no has dado aún tu opinión? ¡Di algo, hombre! ¿Estás distraído? ¿Estás triste? ¿Estás enfermo?”.

Todos dirigieron sus miradas hacia el presidente. Él les sonrió con su manera habitual, con su sonrisa acostumbrada, maliciosa, misteriosa, casi sin gracia. Sin embargo, esta sonrisa tenía un significado; en cierto modo anticipaba la peculiaridad de las palabras del presidente.

El presidente rompió el silencio que se hizo para su esperada respuesta.

“Tengo una propuesta para hacerles, una invitación”, dijo. “¿Tengo su atención? ¿Puedo hablar?”.

Después de decir esto, el silencio pareció agudizarse. Todos los ojos lo miraban. Todas las acciones, todos los gestos se detuvieron, pues todos estaban a la expectativa.

“Caballeros”, comenzó Herr Prosit, “voy a invitarlos a una cena, a un tipo de cena a la cual, supongo, ninguno de ustedes ha asistido. Mi invitación es a la vez un desafío. Luego lo explicaré”.

Hubo una leve pausa. Nadie se movió, excepto Prosit, que apuró una copa de vino.

“Caballeros”, repitió de manera elocuente y directa, “mi desafío a todos los aquí presentes consiste en esto: que dentro de diez días voy a ofrecer un nuevo tipo de cena, una cena muy original. Considérense invitados”.

Murmullos de aclaración y duda se levantaron desde todos los rincones. ¿Por qué ese tipo de invitación? ¿A qué se refería? ¿Qué había propuesto? ¿Por qué ese semblante sombrío? ¿Cuál era, en definitiva, el desafío que proponía?

“En mi casa”, dijo Prosit, “en la plaza”.

“Bien”.

“¿No vas a trasladar a tu casa el lugar de reunión de la Sociedad, cierto?”, preguntó uno de los miembros.

“No; solo en esta ocasión”.

“¿Y va a ser algo tan original, Prosit?”, preguntó de manera incisiva otro miembro, que era inquisitivo.

“Muy original. ¡Una completa novedad!”.

“¡Bravo!”.

“La originalidad de esta cena radica”, dijo el presidente, como quien habla después de meditar algo, “no en lo que transmite o aparenta, sino en lo que significa, en lo que contiene. Desafío a cualquier hombre que esté aquí (y podría decir ‘a cualquier hombre en cualquier lugar’, para el caso) a que diga, una vez haya terminado, qué la hace original. Supongo que nadie acertará. Este es mi desafío. Quizá pensarán que ningún hombre podría dar un banquete más original. Pero no, no es eso; es como ya he dicho. Como verán, es mucho más original. Es más original de lo que imaginan”.

“¿Podríamos saber”, preguntó otro miembro, “el motivo de tu invitación?”.

“Me urge hacerlo”, Prosit explicó, y su mirada tenía el sarcasmo de su determinación, “por una discusión que tuve antes de la cena. Algunos de mis amigos aquí presentes pudieron haber oído la discusión. Ellos les pueden contar a aquellos que deseen saberlo. Mi invitación está hecha. ¿Aceptan?”.

“¡Por supuesto! ¡Por supuesto!”, se escucharon gritos desde todas partes de la mesa.

El presidente asintió con la cabeza y sonrió; divirtiéndose con alguna idea interna, volvió a quedar en silencio.

Cuando Herr Prosit terminó de hacer su sorprendente invitación y de plantear su desafío, las conversaciones que los miembros mantenían separadamente se centraron en el verdadero motivo de los mismos. Algunos opinaban que esto era otra broma del presidente; otros, que Prosit deseaba reafirmar una vez más sus habilidades culinarias, lo cual era a todas vistas vano, dado que (decían ellos) nadie las había cuestionado, y por el contrario satisfacía la vanidad de cualquier hombre con su arte. Y otros más aseguraban que había hecho la invitación debido a ciertos jóvenes de la ciudad de Frankfurt, que mantenían con el presidente una rivalidad en asuntos gastronómicos. Pronto se descubrió, como se darán cuenta quienes leen esto, que la razón del desafío era en verdad esta última –quiero decir la razón inmediata, pues como el presidente era un ser humano, y uno muy original, su invitación tenía rastros psicológicos de las tres intenciones que se le imputaban–.

La razón por la que no se creyó de inmediato que el verdadero motivo de la invitación de Prosit era aquella rivalidad (como él mismo lo había dicho) es que el desafío era demasiado vago, demasiado misterioso, como para parecer una respuesta a una provocación, para ser por sí solo una venganza. Al final, sin embargo, aquello se tuvo que creer.

La discusión que el presidente mencionó se había presentado (dijeron quienes sabían) entre él y cinco jóvenes de la ciudad de Frankfurt. Aquellos no eran jóvenes excepcionales, salvo que eran gastrónomos; ese era, creo, el único título suyo que llamaba nuestra atención. La discusión con ellos había sido larga. Su disputa había consistido, según se recordó, en que un plato que uno de ellos había inventado, o una cena que había ofrecido, era superior a algún trabajo gastronómico del presidente. Este había sido el asunto de la discusión; alrededor de este centro la araña de la discordia había tejido su tela con empeño.

La discusión había sido acalorada por parte de los jóvenes, y suave y moderada por el lado de Prosit. Era su costumbre, como ya he dicho, nunca ceder a la ira. Sin embargo, en esta ocasión casi se había enojado a causa de la rudeza de las réplicas de sus oponentes. Pero permaneció tranquilo. Se creía, ahora que todo esto se sabía, que el presidente les iba a jugar una broma muy pesada a los cinco jóvenes, para vengarse a su usual manera de esa áspera disputa. Por eso las expectativas aumentaron pronto; los rumores sobre una broma pesada comenzaron a circular, así como historias sobre una originalidad sorprendente en la venganza. Dado el caso, y tratándose de este hombre, aquellos rumores surgían por sí solos, y torpemente se fueron convirtiendo en verdad. Tarde o temprano, todos llegaron a oídos de Prosit; pero cuando los oía, meneaba la cabeza y, al tiempo que parecía reconocer su intención, lamentaba su burdo aspecto. Nadie, decía, lo ha adivinado. Era imposible, afirmaba, que alguien acertara. Todo era sorpresa. Las conjeturas, las suposiciones, las hipótesis, eran ridículas e inútiles.

Estos rumores, por supuesto, se presentaron más tarde. Volvamos a la cena en la que se hizo la invitación. Ya había terminado. Nos dirigíamos a la sala de fumadores, cuando nos topamos con cinco hombres jóvenes, de aspecto bastante refinado, que saludaron a Prosit con cierta frialdad.

“¡Ah!, amigos”, explicó el presidente volviéndose a nosotros, “estos son los cinco caballeros de Frankfurt a quienes una vez derroté en un desafío gastronómico…”.

“Sabes que no creo que nos hayas derrotado”, replicó uno de los hombres jóvenes, con una sonrisa.

“Bien, dejemos el asunto como está, o como haya sido. De hecho, amigos míos, el desafío que ahora le he hecho a la Sociedad Gastronómica (nos señaló con un amplio gesto de la mano) es de mayor trascendencia y de una naturaleza mucho más artística”, les explicó a los cinco. Ellos escucharon de la manera más descortés posible.

“Cuando propuse este reto, justo hace un momento, ¡estaba pensando en ustedes, señores!”.

“¡Oh!, ¿en verdad lo hacía? ¿Y qué tenemos que ver nosotros con eso?”.

“¡Oh!, ¡pronto lo verán! La cena será en dos semanas, el diecisiete”.

“No queremos saber la fecha. No la necesitamos”.

“¡No, claro!”, sonrió el presidente. “No la necesitan. Sin embargo”, añadió, “estarán presentes en la cena”.

“¡Qué!”, gritó uno de los jóvenes. De los demás, uno sonrió y el otro solo se quedó mirando.

El presidente sonrió de nuevo.

“¡Ah!, y ustedes contribuirán a la cena de la manera más material posible”.

Los cinco jóvenes manifestaron fisonómicamente su duda sobre aquello, así como su poco interés en el asunto.

“¡Pero escuchen!”, dijo el presidente al ver que se marchaban. “Cuando digo algo lo digo en serio, y me refiero a que ustedes estarán presentes en la cena, quiero decir que ustedes contribuirán a su reconocimiento”.

Y lo dijo en un tono tan obvio y mordaz que los jóvenes se enfurecieron y se apresuraron escaleras abajo.

El último se dio la vuelta.