



Una conversación con Sol
Jade Galindo
Siempre me ha resultado difícil decir las cosas. Algo muy problemático ahora, que no me queda mucho por vivir. La depresión tiene un potencial de ser una enfermedad terminal. Al menos así lo veo yo. Trastorno depresivo mayor, episodio severo. “Usted es una suicida” me dijeron aquel día, “no podemos arriesgarnos a que se quite la vida” y no sé qué más cosas. Entonces, le escribí a Sol,
“Quisiera hablar contigo” me costaba escribir, saber que decir, pasaron dos minutos, otro mensaje,
“Apenas podamos y, pues, cuando quieras, supongo” Sabía – estaba completamente segura – que no tendríamos muchas más oportunidades para decirnos lo que pensábamos. Lo que sentíamos. No sabía que esperar de lo que me fuera a decir ella. De pronto estaba romantizando la situación, una situación que no era real. Era egoísta. Solo quería que me dijera cuanto me quiere. Algo así, por el estilo. Sabía que la lastimaba. Pasaron unos cinco minutos. Le envié otro mensaje,
“perdón, enserio, …” me sentí completamente perdida escribiéndole. Lloraba “… perdón por hacerte aguantar esto, siento que no te mereces esto, no sé” Era estúpido, lo que estaba haciendo. Si algo solo empeoraba todo. Pero quería hablarle. Era la única persona con quien quería hablar. No era su culpa que yo estuviera muriendo. Tampoco le tocaba ser la persona quien cargará con el peso de mis últimas palabras. – Si tanto la quiero, por qué le hago esto – pensaba. Sabía que la lastimaba.
Me dolía pensar en lo que nunca sería. Lo que no fue. Lo que no pudo ser. – Hay tantas cosas que me hubieran gustado hacer contigo – lo pienso como si hablara con ella, una y otra vez. Así infinitas veces. Pero nunca fue. – Ojalá vernos esta tarde, hablar, tomarnos un aguapanela con pan en la panadería frente a la universidad. Ojalá pasar el rato como lo pasábamos cuando ambas sentimos lo mismo. – Pero ella no sabía que yo estaba muriendo. Muerta en vida, en una vida robada. Otros dos o tres minutos pasaron, “Perdón si te molesto” no podía decir más. Me sentía como una mierda. Tantas cosas quería decirle antes de morir. Tantas cosas quería hacer. Ya era tarde.
Mi cuerpo se congeló por un segundo, como por un baldado de agua fría. Vio los mensajes. Cerré inmediatamente WhatsApp, bloqueé el celular y lo puse bocabajo en la mesa. Estaba aterrada de pensar en qué diría. Mi corazón empezó a pesarme, a doler. Punzada, punzada, punzada. Palpitaba mi corazón. Punzada, punzada, punzada. Mis brazos empezaron a vibrar. Mis piernas luego. Mi cabeza se comprimía, quería implosionar. Mis ojos se inundaron por las lágrimas. Empapaban mi rostro. Estaba sudando. No quería ver que me dijo. Pero si quería. Lo necesitaba. Me seguían temblando los brazos, mucho. Intentaba coger mí celular. Inhalaba y exhalaba, fuerte, muy fuerte. De repente, quedé tiesa. No podía moverme. Solo veía, fijamente, al celular. Mi cuerpo ya no funcionaba. Quería agarrarlo, pero no podía, mi cuerpo no me dejaba. Inhalaba y exhalaba, fuerte. Solo miraba fijamente al celular, como intentando moverlo con la mente. No sé qué esperaba, honestamente. Obvio no sirvió.
Finalmente lo agarré. Rápido. En un segundo estaba mirándolo, mirando al celular. Aún no me atrevía a ver WhatsApp, sin embargo. Vi las notificaciones: 3 messages from Sol. Inmediatamente volví a bloquear el celular. Esperé unos minutos, mientras me recomponía. Mientras intentaba hacerlo. Entonces volví y lo desbloqueé. Respiraba profundo. Duro. Abrí WhatsApp.
“Está bien ” era el primer mensaje. Luego,
“Se que me he alejado, la verdad creo que solo te iba a hacer sentir peor”
“Solo quiero que estés mejor”
Mi corazón latía rápido. Vibraba. Como el motor de un carro. Sabía que cuando nos encontráramos sería, probablemente, la última vez.
Estaba muriendo. Quería tantas cosas. Cosas que sabía que no pasarían. No, no lo iban a hacer. Por más fuerte que lo pensara. No. Sabía que era egoísta. Ya le había hecho mucho daño. Pero sabía qué con hablar una última vez con Sol, con verla, ver su rostro, sus ojos, ya sería suficiente. Podría morir.
Para la tranquilidad del Departamento de Arte y la Decanatura de Estudiantes, _estoy bien_, este es un texto literario y no representa mi estado mental actual. Por favor no me manden a internar.
Nos Envían
Lo frágil también florece
Ana María Mantilla Charry
Bogotá me enseñó a caminar con los zapatos empapados, a escuchar la música secreta de los semáforos, a perderme entre montañas que parecen vigilar en silencio. La ciudad me mostró que incluso en el gris hay destellos, y que a veces los charcos reflejan mejor el cielo que el propio aire.
La universidad, en cambio, me enseñó otro tipo de lluvia: la de las ideas que caen con fuerza, a veces caóticas, a veces tan suaves que uno teme que desaparezcan antes de tocarlas. En sus pasillos descubrí un lugar pequeño, casi invisible, donde se inventan mundos con voces, imágenes y memorias: un pregrado que parece jardín escondido en medio del concreto. Allí aprendí que contar historias también es una forma de resistir.
Pero hay días en que siento ese jardín frágil, como si las paredes respiraran con dificultad, como si la brisa pudiera apagarlo. Ya lo he visto antes: sueños que se cierran de golpe, nombres borrados de un día para otro. Y me pregunto si quienes sostienen los hilos alcanzan a ver que en lo mínimo también florece lo esencial.
Porque la ciudad no calla y nosotros tampoco. Bogotá me enseñó que lo más vulnerable puede ser también lo más luminoso. Y yo solo espero que este rincón, tan discreto y tan vital, no sea otro eco que se pierde en la lluvia.
Una Invitación
Escuela Popular Artística
Te invitamos a nuestra primera exposición 😃

A ti que te disgusta que las obras siempre sean hechas por artistas supremamente rebuscados. Que te incomodan los conceptos y la verborrea justificante. Que las cosas te parecían más simples antes. Que de niño siempre quisiste hacer a Goku o Sailor Moon y acá te dicen que falta poesía. A ti que te dicen que hables menos de política y más de holística. Que piensas que el arte sí se piensa, pero no como acá lo piensan. Que piensas el arte.
A ti que entraste a la carrera de arte porque en el colegio la clase era un relajo.
Te invitamos a La Recocha: I exposición de arte escolar, del 23 al 26 de septiembre en la sala de proyectos.
Atentamente,
Escuela Popular Artística, alias “curadorxs”.
Cuervos de Poe
Julián Samsa
Me he dado cuenta de que tengo un deseo incontrolable por matarlos. Algunas veces prefiero que sufran lento, rápido y de nuevo lento. Otras prefiero dominarlos hasta el punto de que se desdibujen de su yo. Que no tenga ni puta idea quiénes son o qué son. Los cuelgo, los amarro, los obligo a saltar de puentes, de pozos, de sus casas en el octavo piso. No me importa si es mujer, niño, viejo, niña, familiar, conocido, político, artista, /*vagabundo, escritor… a todos los mato por igual. Así hago que sus vidas sean más pasivas, que solo existan hasta que yo lo desee. Que solo piensen que yo pienso por ellos. Hago una trazabilidad de sus deseos y los ennegrezco tanto que se olvidan si alguna vez fueron humanos o simple cosas olvidadas bajo una mesa. Me entretengo con ellos, ni agua les doy. Son simples cuerpos que funcionan como pretextos de su existencia efímera. Los obligo a correr en rodillas, los fuerzo a que lean fisuras en el pavimento, les convenzo a que politicen sus juegos. De tantos que van, no son capaces de oír sus propios muertos. Un ambiente impregnado que solo saben que están bien porque aún respiran. Pero esa respiración la tejo poco a poco hasta que se va acabando el hilo y de repente no hay más que hacer por ellos. No voy a seguir construyendo su historia.
—¡No me dirás lo que tengo que hacer!
Les doy la mínima esperanza para que alguien crea que existieron alguna vez. Pero desde el comienzo ya estoy pensando en cómo los mato. Cada palabra, cada verso, cada situación es una oportunidad. Es una paciencia divina de esperar el momento. Sí, justo ahí. Justo cuando creen que todo es normal, cuando creen que todo irá mejor, cuando sienten que son capaces de lograr hasta lo imposible. Ahí corto el hilo y los despacho a una guerra perpetua en donde el polvo no los dejará verse entre ellos.
—Siento que los he amamantado con cuervos de Poe.
Tengo la extraña sensación de que algún día mis personajes vendrán por mí y no habrá manera alguna de borrar lo que me pasará…
Tenemos que dejar de venderle fruta a estados unidos.
Jerónimo Montoya Bonilla
Había una vez un país llamado Colombia, lleno de montañas verdes, ríos de agua clara y árboles que daban fruta dulce. Pero esas frutas, en lugar de llegar primero a la mesa de sus niños, viajaban en barcos enormes hacia países lejanos. Mientras tanto, muchos campesinos que las cultivaban apenas tenían qué comer.
Esto no ocurre porque la fruta desaparezca sola, sino porque existe algo invisible llamado deuda. La deuda es como un hilo que amarra al estado no al país, con bancos y gobiernos extranjeros. Y ese hilo a veces se convierte en cadena obligando a vender más barato de lo justo y a comprar fertilizantes extranjeros que envenenan el agua y la tierra de la patria.
En este intercambio desigual, los que más pierden son quienes han cuidado el territorio por siglos, comunidades indígenas y afrodescendientes, a quienes con frecuencia se les quitan sus tierras solo por un beneficio exterior. La promesa del “desarrollo” muchas veces significa ríos contaminados, bosques talados y familias desplazadas, pero esa idea de “desarrollo” no es propia. El desarrollo aunque basado en nuestras tierras solo fue pensado para alimentar a otras.
Desde una mirada académica, este modelo se llama capitalismo extractivista, una forma económica planteada que se basa en sacar materias primas y enviarlas fuera, dejando los costos sociales y ambientales en casa. Esto mantiene a países como Colombia en una posición de dependencia, siempre pagando intereses, siempre entregando recursos, mientras los beneficios se acumulan en otros lugares aunque sean propios.
Pero también existe otra ruta posible. Se llama auto sustentación. Significa producir primero para alimentar a la propia gente, pagar un precio justo al campesino, cuidar el agua y devolver la tierra a quienes la protegen. Significa entender que el dinero no es más que un acuerdo social, una convención que algunos seres humanos inventaron para beneficio propio, mientras que la vida, el río, la semilla y el bosque son realidades irrepetibles, si se pierden aquí a causa de otros no se podrán buscar en otra parte.
Imaginemos entonces un país donde los niños desayunan mango y plátano cultivados cerca de su casa, donde el río corre limpio porque no necesita químicos para fertilizar, y donde cada venta al exterior ocurre sólo si sobra y a un precio digno. Ese país no tendría que endeudarse tanto, porque su riqueza estaría en su gente, en su cultura y en la vida de sus ecosistemas.
Este sueño no es sólo para Colombia. Cada nación, desde el norte hasta el sur, tiene que preguntarse: ¿seguiremos alimentando un sistema de consumismo que seca la tierra y crea desigualdad? ¿O construiremos un mundo en equilibrio, donde la justicia signifique que todos coman, que todos tengan agua y que ningún pueblo sea desplazado?
La respuesta está en reconocer que el cambio es urgente. Una generación no puede sola, los mayores deben recordar, los adultos deben actuar y los niños deben buscar aprender que el futuro depende de cuidar lo que ya tenemos.
Así, la historia del fruto colombiano se convierte en una lección universal, donde la justicia no está en exportar pobreza, sino en sembrar dignidad. Demostrando que el verdadero desarrollo no es crecer sin límite, sino vivir en equilibrio con la tierra que nos sostiene.
¿Será suficiente esta verdad que salta a la vista, que el agua, la semilla y el bosque no se reemplazan, o acaso necesitamos también llenar de cifras y gráficas la página para comprender lo que ya sentimos en la piel?
Del Curso de Arte & Comunicación

Alejandra Cortes, Ixel Pérez y Zukayna Herman
Nos Comparte
Nicolás Parra
Un mundo irónico
