Pronto llegó el día en que la invitación de Prosit debía cumplirse. La cena tuvo lugar en casa de Prosit a las seis y treinta de la tarde.
La casa —que Prosit había dicho que estaba “en la plaza”— no era precisamente su casa, sino de un viejo amigo suyo que vivía en las afueras de Berlín y que se la prestaba cuando el presidente lo deseaba. Estaba siempre a su disposición. Sin embargo, pocas veces la necesitaba. Algunos de los primeros banquetes de la Sociedad Gastronómica habían tenido lugar allí, hasta que se comprobaron las ventajas del hotel en cuanto a confort, apariencia y ubicación. Prosit era bien conocido en el hotel; era bajo su dirección que se preparaban los platos. Su ingenio tenía allí tanta influencia como en la casa, ya fuera con cocineros suyos, de los miembros, o traídos de algún restaurante; y no solo sus habilidades eran tan reconocidas, sino que además la ejecución de sus proyectos era más rápida y mejor; se lograban de manera más cuidadosa y acertada.
En cuanto a la casa donde Prosit vivía, nadie la conocía, ni nadie se interesaba en conocerla. Para algunos banquetes usaba la casa de la que he hablado, y para sus aventuras amorosas tenía un pequeño conjunto de habitaciones; tenía un local –no, dos locales–, y se le veía con frecuencia en el hotel.
Como digo, nadie conocía la casa de Prosit; se sabía que tenía una que frecuentaba, aparte de los lugares mencionados. Pero nadie sospechaba siquiera dónde quedaba aquella casa. Tampoco conocíamos a las personas con las que él vivía allí. Prosit nunca nos dejó saber con quiénes compartía su residencia. Ni siquiera nos había dicho que existían. Esto era mera conclusión de nuestro razonamiento, simple y conjetural. Sabíamos que Prosit había estado —aunque no recuerdo por cuenta de quién— en las Colonias (en África o en India, o en otro lugar), y que allí había hecho una fortuna de la cual vivía. Esto era todo lo que se sabía, lo demás solo era ociosa especulación.
El lector ya sabe lo suficiente sobre el estado de las cosas y eso hace innecesarias más observaciones mías, tanto sobre el presidente como sobre la casa misma. Paso entonces a la escena del banquete.
El salón donde se había dispuesto la mesa para el banquete era amplio y largo, aunque no fastuoso. A los lados no había ventanas, sino solo puertas, que conducían a varias habitaciones. En la parte superior, en el lado que daba hacia la calle, una ventana alta y amplia se abría, espléndida, y parecía como si ella misma aspirara el aire que dejaba entrar. Ocupaba perfectamente el espacio de tres grandes ventanas corrientes. Estaba separada en tres partes por las solas divisiones de su marco. Aunque el salón era grande, esta ventana era suficiente, proveía de luz y aire a todo el lugar; ningún rincón había sido despojado de lo más natural de la Naturaleza.
En medio del comedor se había puesto una larga mesa para el banquete; el presidente la encabezaba sentado con su espalda hacia la ventana. Yo, quien esto escribo, como el miembro más antiguo, estaba sentado a su derecha. Otros detalles son innecesarios. Asistieron cincuenta y dos personas.
El salón estaba iluminado por tres candelabros que colgaban sobre la mesa. Gracias a un hábil arreglo de sus ornamentos, las luces se concentraban de manera especial en la mesa, dejando casi a oscuras los espacios entre esta y las paredes. Este efecto se asemejaba a la iluminación dispuesta sobre las mesas de billar. Sin embargo, como aquí no se había logrado tal efecto mediante un mecanismo cuyo propósito en los billares era claro, lo que las luces del comedor producían en la mente era, a lo sumo, una sensación de extrañeza. Si hubiera habido otras mesas a los lados, la sensación de penumbra entre ellas habría sido bastante molesta, pero como solo había una mesa, esto no sucedió. Yo mismo me di cuenta de esto después, como verá el lector atento, dado que yo, como todos los que estábamos allí, en el momento en el que entré miré hacia todos lados para ver si había algo extraño, y por eso de alguna manera esto pasó desapercibido.
En parte, no recuerdo exactamente cómo estaba puesta, arreglada y adornada la mesa, y en parte es algo que no necesita recordarse. La diferencia que podría haber entre este y otros comedores era una diferencia dentro de lo normal, no a causa de algo original. Por eso las descripciones serían inútiles y sin objeto alguno.
Los miembros de la Sociedad Gastronómica —cincuenta y dos, como dije— empezaron a llegar a las seis menos cuarto. Tres de ellos, recuerdo, llegaron solo un minuto antes de la hora de la cena. Y uno —el último— apareció cuando ya nos estábamos sentando a la mesa. En estas cosas, en esta parte de la sesión, como era común entre artistas, todos los formalismos se dejaban a un lado. Nadie se ofendió por esta tardanza.
Nos sentamos a la mesa con una fiebre contenida de expectativas, de preguntas, de sospechas psicológicas. Esta sería, todos lo recordábamos, una cena muy original. Todos habíamos sido desafiados: a descubrir en qué radicaba la originalidad de la cena. Eso era lo difícil.
¿La originalidad estaba en algo oculto o en algo obvio? ¿Estaba en algún plato, en alguna salsa, o en algún arreglo? ¿Estaba en un detalle trivial de la cena? ¿O estaba, después de todo, en el carácter general del banquete?
Como es natural, en el estado de ánimo en que nos encontrábamos, cualquier cosa, todo lo vagamente probable, lo razonablemente improbable o imposible, era motivo de sospecha, de cavilación, de perplejidad. ¿En eso radicaba la originalidad? ¿La broma estaba en ello?
Entonces todos nosotros, los invitados, apenas nos sentamos a comer empezamos a observar minuciosa y curiosamente los adornos y las flores de la mesa, y no solo eso, sino además los diseños de los platos, la disposición de los cuchillos y tenedores, de las copas y las botellas de vino. Algunos ya habían examinado las sillas. No pocos habían paseado alrededor de la mesa y por el salón con aire indiferente. Uno había mirado debajo de la mesa. Otro palpó con sus dedos, rápida y cuidadosamente, el lado inferior de esta. Uno de los miembros dejó caer su servilleta y se agachó tanto para recogerla, que lo hizo con una dificultad casi ridícula. Más tarde me dijo que pretendía ver si había una trampilla que en algún momento del banquete nos había tragado a nosotros, a la mesa, o a nosotros y a la mesa juntos.
Ahora no recuerdo con exactitud cuáles fueron mis hipótesis o mis conjeturas. No obstante, recuerdo claramente que eran bastante ridículas, parecidas a las que he mencionado de los otros. Una tras otra, en mi mente se sucedieron imágenes fantásticas y extraordinarias, por pura asociación mecánica de ideas. Todo era sugestivo e insatisfactorio a la vez. Pensándolo bien, todo era singular (como lo es todo en todas partes), pero nada presentaba el signo claro, nítido e indudable de ser la clave del problema, la palabra escondida del enigma.
El presidente nos había retado a encontrar la originalidad en la cena. Dado este reto, y dada la capacidad de hacer bromas por la que Prosit era conocido, nadie podía determinar qué tanta era la confusión, si la originalidad era ridículamente insignificante a propósito, si estaba oculta en algo demasiado obvio, o —dado que algo así era posible— que consistiera en que no existía tal originalidad en absoluto. Estos eran los pensamientos con los que todos los invitados —lo digo sin exagerar— nos sentamos a comer una cena muy original.
Se le prestaba atención a todo.
Lo primero que llamó nuestra atención es que el servicio lo prestaban cinco criados negros. Sus rostros no se podían ver bien, no solo por su extravagante vestuario (que incluía un turbante peculiar), sino también por la singular disposición de las luces, la cual, como en las salas de billar, aunque por un mecanismo diferente, hacía que la luz se concentrara en la mesa y dejara a oscuras todo alrededor.
Los cinco criados negros estaban bien entrenados; tal vez no a la perfección, pero sí muy bien. Esto lo revelaban en varias cosas, perceptibles especialmente por hombres como nosotros, que estábamos en contacto con este tipo de personas todos los días y, lo que es más importante, en el desempeño de nuestro oficio. Parecían haber sido muy bien entrenados, en otro lugar, y para una cena que era la primera que atendían. Esta fue la impresión que su forma de servir causó en mi mente experta, pero por el momento la descarté, al no ver en ello nada extraordinario. No se podía encontrar criados en cualquier parte. Tal vez, pensé en ese momento, Prosit los había traído consigo del extranjero, donde había estado. El hecho de que yo no los conociera no era razón para dudarlo, pues, como ya he dicho, la vida más íntima de Prosit, así como su lugar de residencia, era desconocida por nosotros. Él la mantenía en secreto por razones que probablemente tenía y que no era asunto nuestro buscar ni comprender. Esto es lo que pensé de los cinco criados negros cuando los vi por primera vez.
La cena comenzó entonces. La perplejidad aumentó. Las peculiaridades que presentaba eran tan insignificantes para la razón que era en vano hacer cualquier interpretación sobre ellas. Las observaciones que hizo con humor uno de los invitados, hacia el final de la cena, fueron una clara expresión de ello.
“Lo único original que mi atenta y aguda mente percibe aquí” dijo con postiza grandilocuencia uno de los miembros, que era licenciado, “es, primo, que nuestros sirvientes son oscuros, y se mueven casi en la oscuridad, aunque somos nosotros quienes en realidad estamos a oscuras; secundó, que esto, si acaso, no significa nada en absoluto. No veo por ningún lado nada escamante, salvo, en sentido estricto, el pescado”.
Estas frívolas observaciones fueron bien recibidas, aunque su razonamiento era de lo más mediocre. Sin embargo, todos habían notado las mismas cosas. Pero nadie creía —aunque muchos tenían una vaga idea— que la broma de Prosit fuera esta y nada más. Todos mirábamos al presidente para ver si su rostro sonriente delataba algún sentimiento, alguna indicación de un sentimiento, algo; pero su sonrisa estaba allí, como siempre, inexpresiva. Quizá se hizo más amplia, quizá insinuó un guiño cuando el licenciado hizo sus observaciones, quizá se tornó más maliciosa; pero de esto no hay certeza.
“Me complace”, dijo Prosit al cofrade que había hablado, “encontrar en sus palabras un reconocimiento inconsciente de mi habilidad para ocultar, para hacer que algo parezca distinto de lo que es. Pero veo que las apariencias lo han engañado. Veo que aún está lejos de comprender la verdad, la broma. Está lejos de adivinar la originalidad de la cena. Y debo añadir que, de haber algo escamante en ella, —lo cual no niego— no es ciertamente el pescado. ¡Aun así le agradezco su elogio!”. Y el presidente hizo una venia burlona.
“¿Mi elogio?”.
“Sí, su elogio, porque no adivinó. Y al no adivinar ha demostrado mi habilidad. ¡Gracias!”.
Este episodio terminó con risas.
Entre tanto yo, que había estado reflexionando todo ese tiempo, llegué de repente a una extraña conclusión. Pensando en las razones de la cena, y recordando las palabras de la invitación y el día en que se hizo, pronto recordé que todos habíamos creído que la cena era el resultado de una discusión del presidente con los cinco gastrónomos de Frankfurt. Recordé las expresiones de Prosit en ese momento. Él les había dicho a los cinco jóvenes que estarían presentes en su cena, y que contribuirían a ella materialmente. Esta fue la palabra exacta que usó.
Pero los cinco jóvenes no estaban entre los invitados… En este momento, al ver a uno de los criados negros, me acordé naturalmente de ellos, y de inmediato recordé que eran cinco. Este descubrimiento me sobrecogió. Miré hacia donde se encontraban para descubrir si sus rostros delataban algo. Pero sus caras, oscuras de por sí, estaban a oscuras. Fue en ese momento cuando caí en cuenta de la astucia con la que había sido preparada la iluminación, para que la luz se proyectara únicamente sobre la mesa y dejara en relativa penumbra el resto del salón, especialmente a la altura en la que estaban las cabezas de los cinco meseros. Por confuso y extraño que aquello pareciera, no me quedaban dudas. Estaba completamente seguro de que los cinco caballeros de Frankfurt se habían convertido, para la ocasión, en los cinco meseros negros de la cena. La absoluta inverosimilitud de este asunto me detuvo por un momento, pero mis conclusiones estaban muy bien hechas, eran bastante obvias. No podía ser de otra manera.
De inmediato recordé que unos cinco minutos antes, en el mismo banquete, como naturalmente los criados negros habían llamado la atención, uno de los miembros, el antropólogo Herr Kleist, le había preguntado a Prosit de qué raza eran (pues no le era posible ver sus rostros) y de dónde los había traído. Quizá la contrariedad del presidente no fue muy evidente pero yo la vi clara y perfectamente, aunque en ese momento no tenía todavía el estímulo del descubrimiento que hice después. Pero había visto la confusión de Prosit y estaba extrañado. Poco después —como quizá inconscientemente observé—, Prosit le susurró algo a uno de los meseros que sostenía un plato cerca de él; como resultado, los cinco “negros” se alejaron más hacia las sombras, exagerando la distancia, como quizá hubiera notado quien estuviera atento a la estratagema.
El temor del presidente era, obviamente, bastante natural. Un antropólogo como Herr Kleist, familiarizado con las razas humanas, con sus tipos, con sus características faciales, habría por supuesto descubierto la impostura de inmediato si hubiera visto los rostros. De ahí la inquietud de Prosit por la pregunta; de ahí su orden de que los criados se mantuvieran en la oscuridad. No recuerdo cómo evadió la pregunta; sin embargo, supongo que dijo que los meseros no eran suyos, y que por eso no sabía sobre su raza ni sobre la manera como llegaron a Europa. Noté, sin embargo, que estaba incómodo al dar esta respuesta, pues temía que Herr Kleist hubiera deseado examinar a los negros para identificar su raza. Y si él hubiera afirmado que le pertenecían, obviamente no habría podido decir “esta raza” o “aquella raza”, pues sabiéndose ignorante en materia de razas, se habría arriesgado a mencionar una cuyas características más elementales y evidentes, como la estatura, estuvieran en completa contradicción con las de los cinco criados negros. Creo recordar que, después de esta respuesta, Prosit la disimuló con algún comentario trivial, desviando la atención sobre la cena o sobre la gastronomía, o cualquier otra cosa, no sé qué, que no fueran los criados.
Me pareció que la elaborada condimentación de los platos o la clara novedad en su presentación —como si no fueran comunes en el presidente en tanto artista culinario, aparte del objetivo de la cena— eran nimiedades hechas a propósito para desviar la atención, pues su vana absurdidad, su notable pequeñez, su rebuscada originalidad se me hicieron muy evidentes. Nadie, debo añadir, después de examinar estas cosas, las consideró importantes.
El hecho en sí era excesiva e inefablemente extraño, es cierto; más razón aún, me dije a mí mismo, para refrenar la originalidad de Prosit. Era de hecho desconcertante, reflexioné, que esto se hubiera llevado a cabo. ¿Cómo? ¿De qué manera cinco jóvenes que eran completamente hostiles con el presidente fueron llevados, entrenados y obligados a actuar como meseros en una cena, algo repugnante para cualquier hombre de cierta condición social? Era algo que causaba un grotesco sobresalto, como el cuerpo de una mujer con cola de pez. Hacía pensar que el mundo estaba patas arriba.
El hecho de ser negros se explicaba fácilmente. Obviamente Prosit no podía presentar a los cinco jóvenes con sus verdaderos rostros ante los miembros de la Sociedad. Era normal que aprovechara el vago conocimiento que sabía que teníamos sobre su estancia en las Colonias para cubrir su broma con la negrura. La imperiosa pregunta era cómo lo había logrado, y eso solo podía revelarlo Prosit. Yo podía entender —aunque no del todo— que un hombre hiciera en broma el papel de mesero para un gran amigo y como un gran favor. ¡Pero en este caso!
Entre más lo pensaba, más extraordinario me parecía el caso, pero al mismo tiempo, dadas las pruebas que existían, y dado el carácter del presidente, lo más probable era que allí radicara la broma de Prosit. ¡Bien podía desafiarnos a descubrir la originalidad del banquete! La originalidad, como yo lo había hallado, no estaba, sin duda, propiamente en la cena; sin embargo, estaba en los criados, en algo relacionado con la cena. En este punto de mi razonamiento me pregunté cómo no había visto esto antes: que el banquete, ofrecido por los cinco jóvenes (como ya se sabía), tendría que estar relacionado con ellos, como una venganza, y obviamente esa relación con ellos no se podía hacer con algo más directamente conectado a la cena que los meseros.
Estos argumentos y razonamientos, que he expuesto en varios párrafos anteriores, pasaron por mi mente en pocos minutos. Estaba convencido, asombrado, satisfecho. La claridad racional del caso disipaba su extraña naturaleza en mi mente. Vi el asunto de manera lúcida y acertada. Había ganado el reto de Prosit.
La cena estaba llegando a su final, y esperábamos el postre.
Decidí contarle a Prosit mi descubrimiento, esperando que mi habilidad fuera reconocida. Lo pensé dos veces para no fallar o cometer errores. Lo extraño del asunto, como yo lo entendía, se filtraba en mi certeza sobre los hechos. Por fin, acerqué mi cabeza a Prosit y le dije en voz baja:
“Prosit, amigo, tengo el secreto. Estos cinco negros y los cinco jóvenes de Frankfurt…”
“¡Ah! Descubriste que hay cierta conexión entre ellos”. Dijo esto entre burlón y dudoso, aunque pude ver que estaba molesto e íntimamente airado por la agudeza de mi razonamiento, que él no esperaba. Estaba incómodo y me miraba a la cara con atención.
“En efecto, he acertado”, pensé.
“Claro”, respondí, “ellos son los cinco. No lo dudo. ¿Pero cómo demonios lo hiciste?”
“Por fuerza bruta, querido amigo. Pero no les digas nada a los demás”.
“Por supuesto que no. ¿Pero cómo que por fuerza bruta, mi querido Prosit?”.
“Bueno, eso es un secreto. No se puede revelar. Es un secreto mortal”.
“¿Pero cómo logras mantenerlos tan callados? Estoy sorprendido. ¿No se escaparán o se rebelarán?”.
El presidente se agitó con una risa interior. “De eso no hay peligro”, dijo con un significativo guiño. “No se escaparán; no lo harán. Es absolutamente imposible”. Y me miró en silencio, maliciosa y misteriosamente.
Entonces la cena terminó –no, realmente no había llegado a su fin– y sucedió otra extrañeza, al parecer intencionalmente planeada: Prosit propuso un brindis. Todos se asombraron por este brindis justo después del último plato y antes del postre. Todos estaban extrañados, excepto yo, que veía en esto otra excentricidad insignificante para desviar la atención. Sin embargo, todas las copas se llenaron. Mientras las llenaban, el comportamiento del presidente se alteró visiblemente. Se movía en su silla con gran inquietud, con la vehemencia de un hombre que se dispone a hablar, que debe revelar un gran secreto, que debe hacer una gran revelación.
Ese comportamiento se notó inmediatamente. “Prosit va a revelar una broma: la broma. ¡Siempre el mismo Prosit! ¡Dilo ya, Prosit!”.
Mientras el momento del brindis se acercaba, el presidente parecía enloquecer de emoción; se movía en su silla, se retorcía, sonreía, hacía muecas, reía sin motivo y sin parar.
Las copas ya estaban llenas. Todos estábamos listos. Se hizo un profundo silencio. Recuerdo que en la tensión del momento oí los pasos de dos personas en la calle y me irritaron dos voces —una de hombre, otra de mujer— que conversaban en la plaza inferior. No les presté atención. Prosit se puso de pie; o, mejor dicho, saltó, casi tumbando la silla.
“Caballeros”, dijo, “voy a revelar mi secreto, la broma, el desafío. Es muy divertido. ¿Recuerdan que les dije a los cinco jóvenes de Frankfurt que estarían presentes en esta cena y que contribuirían a ella de la forma más material posible? El secreto está ahí, quiero decir, en esto”.
El presidente habló rápidamente, sin coherencia, en su afán por ir al grano.
“Caballeros, esto es todo lo que tengo que decir. Ahora, el primer brindis, el gran brindis. Es por mis pobres cinco rivales… Porque nadie adivinó la verdad, ni siquiera Meyer (este soy yo); ni siquiera él”.
El presidente hizo una pausa; luego, levantando la voz casi hasta gritar: “Salud”, dijo, “por la memoria de los cinco jóvenes de Frankfurt, que han estado de cuerpo presente en esta cena, y han contribuido a ella de la forma más material posible”.
Y macilento, brutal, completamente desquiciado, señaló con un ansioso dedo los restos de carne en un plato que había hecho que dejaran sobre la mesa.
Estas palabras no habían terminado de ser pronunciadas, cuando un horror indescriptible cayó sobre todos con un frío sobrecogedor. Todos quedamos abatidos al instante por aquella revelación inconcebible. En la intensidad del horror, en su silencio, parecía que nadie hubiera escuchado, que nadie hubiera entendido. La peor de las pesadillas se hacía horrible realidad. Un silencio que se apoderó de todos por un instante pareció durar siglos por la intensidad y el significado de aquel horror; un silencio que nunca había sido soñado ni imaginado. No sé qué aspecto teníamos todos, cómo era el semblante de cada uno. Pero nuestros rostros debían tener expresiones nunca antes vistas.
Fue así por un momento; corto, mustio, profundo.
Mi propio horror, mi propia conmoción, eran inconcebibles. Todas las expresiones y las insinuaciones mordaces que yo había conectado natural e inocentemente con mis hipótesis sobre los cinco criados negros terminaron en el más terrible de sus resultados. Todos los susurros maliciosos, toda la insinuación en la voz de Prosit, todo esto, que ahora veo claramente, me estremeció y me espantó con un terror inenarrable. La misma intensidad de mi terror parecía impedir que me desmayara. Por un momento yo, al igual que los otros, pero con mayor temor y con más razón, me senté en mi silla y miré a Prosit con un horror que ninguna palabra alcanza a expresar.
Aquello duró un momento, solo un momento. Después, todos los invitados, menos los de ánimo más débil, que se habían desmayado, con una rabia justa e incontrolable nos apresuramos frenéticamente hacia el caníbal, hacia el demente autor de esta espantosa acción. Debió haber sido una escena horrible para un espectador cualquiera: aquellos hombres bien educados, bien trajeados, refinados y semiartísticos eran impulsados por una furia superior a la de las bestias. Prosit estaba loco, pero en ese momento nosotros también lo estábamos. Él no tenía ninguna posibilidad de vencernos, absolutamente ninguna. De hecho, en ese instante estábamos más locos que él. Incluso solo uno de nosotros, por la rabia que teníamos, habría bastado para darle un terrible castigo al presidente.
Yo, primero que todos, le asesté un golpe al criminal. Con una rabia tan tremenda que parecía de alguien más, y todavía me lo parece, pues en mi memoria resulta casi imposible que yo hubiera tomado la jarra de vino que estaba cerca de mí y la hubiera arrojado, con espantosa ira, a la cabeza de Prosit. Le dio justo en la cara, donde la sangre se confundió con el vino. Yo soy tranquilo, sensible y me repugna la sangre. Pensándolo bien, no puedo entender cómo es posible que yo haya cometido un acto de tal crueldad, tan inusual en mí, y aunque haya sido justo, sobre todo por el arrebato que lo inspiró, fue un acto cruel, un acto de la mayor crueldad. ¡Mi ira y mi locura debieron haber sido enormes! ¡Y enormes también las de los demás!
“¡Por la ventana!”, gritó una voz terrible. “¡Por la ventana!”, bramó un enorme coro. Y como es característico en momentos violentos, la forma de abrir la ventana fue rompiéndola por completo. Alguien le dio un fuerte golpe con el hombro y derribó la parte central (la ventana estaba dividida en tres partes) sobre la plaza inferior.
Más de una docena de bestiales manos pugnaron por caer ansiosamente sobre Prosit, cuya locura se vio abatida por su inexpresable miedo. Con un agitado movimiento lo lanzaron contra la ventana, pero no se cayó pues logró agarrarse de una de las divisiones del marco.
De nuevo las mismas manos lo sujetaron más firme, brutal y salvajemente que antes. Y con una fuerza hercúlea, con orden, con una combinación perfectamente diabólica en aquel momento, hicieron girar al presidente en el aire y lo lanzaron con una violencia incalculable. Con un golpe seco, que habría perturbado hasta a los más fuertes, pero que trajo calma a nuestros corazones expectantes y ansiosos, el presidente cayó a la plaza, a un metro o metro y medio de la acera.
Después, sin una palabra, sin intercambiar un solo gesto, cada quien se encerró en su propio horror y abandonó la casa. Una vez afuera, pasaron la furia y el horror que hacían que todo pareciera un sueño, y sentimos el pánico inenarrable de encontrarnos de nuevo con la normalidad. Todos sin excepción nos sentimos mareados y muchos nos desmayamos tarde o temprano. Yo me desmayé justo en la puerta.
Los cinco criados de Prosit –que en verdad eran negros, viejos piratas asiáticos de una tribu asesina y abominable–, que al entender la situación escaparon durante la refriega, fueron atrapados, todos menos uno. Al parecer Prosit, para consumar su grandiosa broma, con una habilidad perfectamente diabólica había despertado poco a poco en ellos sus instintos brutales, que la civilización había adormecido. Habían sido los ayudantes del presidente en todo. Se les había ordenado permanecer lo más lejos que pudieran de la mesa, en áreas oscuras, debido a la ignorancia criminal de Prosit y al miedo de que el antropólogo Herr Kleist, de quien Prosit conocía su saber, lograra reconocer en sus caras oscuras las tercas señales de la criminalidad. Los cuatro capturados fueron debidamente castigados.
[Junio de 1907]